Ni las remodelaciones permanentes de su gabinete –en ocho meses relevó a 30 ministros– ni el respaldo de sectores del Congreso que con sus votos le permitieron salir avante de dos mociones de destitución o vacancia han librado al presidente de Perú, el sindicalista Pedro Castillo, de la gravísima crisis que hoy lo tiene contra las cuerdas. Su Gobierno aparece seriamente cuestionado por la incapacidad e inexperiencia demostradas para enfrentar problemas socioeconómicos complejos que han derivado, en los últimos días, en violentas protestas, bloqueos viales, enfrentamientos con la fuerza pública y ataques contra sedes oficiales. Lamentables hechos que dejan, hasta ahora, seis muertos y decenas de heridos.

Los peores pronósticos sobre la ingobernabilidad en la que el dirigente de izquierda iba a hundir al país, tras vencer por estrecho margen a la controvertida congresista Keiko Fujimori en las elecciones más polarizadas de la historia reciente de Perú, se han venido cumpliendo al pie de la letra. Sin embargo, en su defensa es justo señalar que el nuevo fracaso político que amenaza al país no tiene origen ni es atribuible, únicamente, a la inestabilidad del actual Ejecutivo o a sus limitaciones para lidiar con las tensiones surgidas del malestar social por la carestía de los alimentos y en el alza de los combustibles.

Durante las últimas décadas, la democracia peruana ha estado sometida a autoritarismos represivos, sucesivos escándalos políticos, insólitos golpes de estado en el propio Congreso y, sobre todo, a una descarada corrupción que ha hecho metástasis en los distintos poderes del Estado, erosionando profundamente la confianza ciudadana en sus instituciones. Casi todos los presidentes del país, al menos seis de ellos, han sido requeridos por la justicia –incluso mientras gobernaban– debido a acusaciones de millonarios sobornos a cambio de contratos de obras, lo que desencadenó, en algunos casos, masivos levantamientos populares, que pusieron al país al borde del abismo.

Otra vez la historia se repite. Las heridas vuelven a abrirse porque, a ciencia cierta, nunca lograron ser cerradas. Tras la nefasta era del dictador Alberto Fujimori, Perú no sanó el dolor de las víctimas de los múltiples crímenes de Estado ni pudo consolidar una transición democrática real que reestableciera los valores que su régimen de terror y corrupción habían socavado. El posterior ascenso al poder de gobernantes que no solo incumplieron sus promesas de cambio o renovación, sino que con sus actos corruptos lesionaron aún más la credulidad de los peruanos en el establecimiento, terminó por desconectarlos de sus instituciones, con lo que la destitución de presidentes se convirtió en algo habitual.

Su última esperanza, Pedro Castillo, un maestro de la ruralidad, representante de las clases menos favorecidas –marginadas de la bonanza económica obtenida por el Perú durante los últimos años gracias al boom minero– tampoco ha dado la talla. Tras una serie de nuevas salidas en falso, entre ellas un toque de queda que debió levantar horas después, presionado por una impresionante movilización ciudadana en las calles, crecen las voces que demandan su salida del cargo. La ligereza con la que tomó la drástica medida, en un claro intento de impedir el derecho ciudadano a la protesta, en este caso de los transportadores, sin tener en cuenta la enorme afectación que causaba al grueso de la población de las zonas enclaustradas, le puede salir realmente caro.

Sus excusas, porque ya las ha pedido, llegan tarde y no convencen. Tampoco lo hace el aumento de salarios anunciado para mitigar el descontento popular por la galopante inflación que ha precarizado aún más la situación de trabajadores informales, con apenas ingresos para sobrevivir. Sus funcionarios más cercanos tampoco le ayudan. El primer ministro, Aníbal Torres, está en el ojo del huracán, tras señalar a Adolfo Hitler como referente en el desarrollo de vías de comunicación e infraestructura en Alemania. Indignante declaración que ofende a las víctimas del dictador fascista y genocida. La pérdida de aliados políticos y respaldo ciudadano entorpece el futuro de Pedro Castillo y su Gobierno. Tiempos de crisis tan convulsos como los actuales ponen a prueba a los verdaderos líderes, capaces de asegurar estabilidad, alcanzar consensos y ofrecer salidas viables. Un escenario sensato y coherente del que hoy Perú, inmerso en una deriva populista, luce distante.