El campeón supremo de las excusas imaginativas fue el profeta Jonás: después de perderse tres días por ahí, volvió a la casa diciéndole a su mujer que se lo había tragado una ballena. Y a Hierón de Siracusa, cuando alguien lo criticó por su mal aliento, se sorprendió muchísimo y alegó que su mujer nunca le había dicho nada. A lo que su mujer –dejando la duda eterna de si era bien boba o bien viva– contestó: “Yo pensaba que todos los hombres olían así”.
Es injusto que las excusas tengan tan mala prensa. Ya estando hecho el daño, una buena excusa es signo de cortesía y respeto. Su ausencia, en cambio, incluso dobla la ofensa.
En el amor eso es así. Los enamorados prefieren, antes que tristes verdades, bonitas excusas. Incluso, férreas negaciones. Cuando Fermina Daza sospechó que su esposo le era infiel, recurrió al viejo truco de que ya lo sabía todo y solo le faltaba algún detalle. Sin preámbulo alguno, un día le soltó: “Tengo derecho a saber quién es”. Ahí Juvenal Urbino cayó redondo como una guanábana y se lo contó todito. Pero, entonces, la ira y el dolor de Fermina Daza fue muchísimo mayor que el debido a la sola infidelidad en sí, “porque él no había hecho lo que ella esperaba con el alma en un hilo, y era que lo negara todo hasta la muerte, que se indignara por la calumnia, que se cagara a gritos en esta sociedad de mala madre que no tenía el menor reparo en pisotear la honra ajena, y que se hubiera mantenido imperturbable aun frente a las pruebas demoledoras de su deslealtad: como un hombre”.
Sin embargo, esto no es una ciencia exacta y nada da más rabia que, al descubrir que todos sabían algo que te atañe menos tú, se te excusen diciendo: “Yo pensé que tú sabías”.
Hay gente que se pasa de maracas con sus excusas. ¿Cómo era aquella canción de Niche?: “Amor, se pareció tanto a ti/ Que no pude guardar/ En mi cuerpo el deseo/ Que la tuve que amar”.
Peor las excusas no pedidas:
—Mi vida, ¿de dónde vienes?
—¡Ese era un primo mío!
También tienen su gracia las excusas laborales. Inclusive hay quienes se las inventan para sí mismos, a pesar de que trabajan por su cuenta y no tienen jefe. Una vendedora ambulante de cocadas estaba teniendo un insólito éxito de ventas. Una amiga le preguntó su truco.
—Fácil. Yo por las mañanitas en la cama me fijo en lo que a mi marido Dios le puso entre las piernas: si le descansa apuntando para el oeste, me voy a vender por el oeste. Si le descansa apuntando al este, al este; si al sur, al sur; si al norte, al norte.
—¿Y, si le amanece despierta apuntando al cielo, para qué lado coges?
—¡Ay, quién va a ir a trabajar con un día tan bueno!
Las excusas son un mundo. Ahí está el ratón salsero que se cayó en un tonel de vino y fue rescatado por un gato bajo la promesa de que, una vez sobrio, se dejaría comer por él. El ratón, por supuesto, luego no cumplió el trato y huyó: “Borracho no vale, ¡no, señor!”.
Cualquier tema, siempre que se le busque bien la curvita, también es buena excusa para una alegre columna dominical.