¿A quién le cabe en la cabeza que un delincuente, además preso en una cárcel de máxima seguridad, se arrogue el derecho de sentenciar a muerte a policías, fiscales, empresarios y comerciantes de Barranquilla y del país entero en una exhibición impúdica de soberbia criminal, si no se accede a sus bizarras e intolerables exigencias? Ocurrió en las últimas horas en la Penitenciaría de Girón, Santander, enésimo centro de reclusión al que fue trasladado el jefe de la estructura armada ilegal los ‘Rastrojos-Costeños’, Ober Martínez Gutiérrez. Su extensa retahíla de delirantes amenazas contra el conjunto de la sociedad y, en particular, el orden institucional, en la que esparció miedo al zarzo, se produjo en retaliación a la captura de su pareja en Bogotá.
Se equivocan quienes suponen que los temerarios ultimátums de un individuo de tanto cuidado como este, acusado de descuartizamientos, atentados y extorsiones, se dirigen solo a unos cuantos. Nadie, con tres dedos de frente, debería sentirse a salvo cuando el Estado colombiano, representado en este caso por el Inpec –encargado de su vigilancia y custodia– parece haber hecho una rendición ex profeso, bien sea por su alarmante corrupción o bien por su evidente incapacidad e incompetencia en el aseguramiento del indispensable orden que las cárceles necesitan para frenar o, al menos, controlar los abusos de una criminalidad que se extiende como la mala hora en su interior. ¿Hasta cuándo la ciudadanía tendrá que seguir pagando el incalculable costo en términos de seguridad del caótico funcionamiento del instituto carcelario?
Es casi imposible mirar hacia atrás y no toparse con un escándalo, más vergonzoso que el anterior, en el que, por activa o por pasiva, queda en evidencia la negligencia o connivencia con hechos irregulares de responsables de cárceles, directores del Inpec o incluso ministros de Justicia. Cómo olvidar que muchos de ellos abandonaron sus cargos por la puerta de atrás sometidos al escarnio público, pero ni así ha sido posible que se adopten medidas efectivas para erradicar la anarquía que engulle al instituto. ¿Por qué el Estado no ha encontrado la fórmula para sanear tanta podredumbre?
Hoy por hoy, las prisiones son los call centers más rentables del país. Cuando no, los salones de fiesta con mejor trago, comida y animación musical. No importa cuántas veces la Policía o el Ejército decomisen celulares en pabellones o celdas, en cuestión de horas los reponen. Es el infierno o el paraíso. Todo depende de lo abultado del bolsillo del interno.
Lo del ‘Negro Ober’ no es anecdótico. Nos pone a todos, también a los medios de comunicación presionados por sus arrogantes demandas, en el filo de la navaja. ¿Quién vela por nosotros? Lejos de ser un proceso de sugestión colectiva o una mera percepción subjetiva de inseguridad, el efecto que sus intimidaciones causan en el ánimo de la ciudad es devastador. Los comerciantes de San Roque y Chiquinquirá, solo por mencionar un par de sectores, supervivientes de sus largos tentáculos, temen por sus vidas. ¿O es que los inquilinos de la Casa de Nariño no reciben aún los reportes de los asesinatos que a diario se cometen por cuenta de los coletazos de las extorsiones ordenadas por este sujeto y cobradas a sangre y fuego por sus compinches? Sin un Estado fuerte que haga respetar el imperio de la ley ni soluciones definitivas, la zozobra nunca se irá. ¿Por qué nos someten a vivir así, entre la espada y la pared? Bajo este escenario de inseguridad, desidia institucional del nivel central y autocensura, lo único claro es que esta es una batalla que se debe dar, aun a costa de perderla.
Encaramos un panorama hostil, fuera de lugar, en el que coincidimos con el coronel Daniel Gutiérrez, director del Inpec: no se le puede permitir al ‘Negro Ober’, o al que sea, que arrodille a un país, aunque depende más de usted que de nosotros que no pase. Qué esperan entonces para actuar en consecuencia, antes de que seamos testigos de cosas aún más impensables que la enajenada amenaza proferida por este sujeto, que solo añade más incertidumbre a nuestra compleja crisis de seguridad.
Clamamos por certezas, pero en medio de las actuales turbulencias que sacuden a la nación, seguimos sin tenerlas. Aún nos preguntamos ante la ausencia de Estado, ¿quién dará respuesta a las crecientes necesidades de seguridad que nos permitan estar realmente preparados para lo que pueda venir? Se cruzan apuestas.