El apagón del imperio tecnológico de Mark Zuckerberg dejó a miles de millones de usuarios de Facebook, Whatsapp, Messenger e Instagram en silencio durante seis horas. En una sociedad hiperconectada como la actual, la caída generalizada de las más populares redes sociales y de mensajería del planeta provocó un cataclismo entre quienes dependen de ellas, casi de manera exclusiva, para sus comunicaciones privadas, compartir contenidos, interactuar laboralmente o cerrar negocios.
La desconexión global de las plataformas, al parecer por un cambio de configuración en sus servidores –que cuesta creer no estaba respaldado por un plan B si no funcionaba, como efectivamente sucedió– ha resultado una experiencia difícil de asimilar para quienes vieron perturbada su cotidianidad, al punto de afrontar angustia, miedo, ansiedad o también alivio, ¿por qué no?, a lo largo de una jornada bastante inusual. Indudablemente, la interrupción masiva de estos servicios reavivó el interminable debate acerca de su uso excesivo y no racional, capaz de desencadenar comportamientos adictivos e incluso problemas de salud mental, en particular entre los más jóvenes.
Contrario a lo que se pueda imaginar, el percance técnico que provocó el desplome de la acción de Facebook, lo que hizo perder –en pocas horas– a su fundador y consejero delegado cerca de 6 mil millones de dólares no es el mayor problema de la compañía. La red social soporta duros cuestionamientos por las denuncias de inmoralidad empresarial formuladas por una de sus exempleadas, la ingeniera informática Frances Haugen, de 37 años, quien la acusó de incitar al odio, generar desinformación y causar daño, sobre todo a menores de edad. Sus revelaciones, ante el Senado de Estados Unidos, dejaron al descubierto el “engaño repetido” en el que Facebook mantiene a usuarios y Gobiernos con el claro propósito de favorecer sus “astronómicas ganancias”.
En otras palabras, desde hace tiempo Facebook es consciente, porque así lo han concluido sus propias investigaciones, de los efectos nocivos causados por sus plataformas, pero no hace absolutamente nada para que sus productos, pese a su “toxicidad”, sean más seguros. “Expandir mensajes divisorios y extremistas” que exacerben un clima de confrontación o crispación les conviene porque atraen más visitas, suman ingresos y audiencias, mientras siguen creciendo “a cualquier costo”. La clave está en los algoritmos. Estos pueden ser modificados para evitar que se viralice información dañina o falsa acerca de asuntos tan delicados como el fraude electoral o mentiras contra las vacunas. Pero no les interesa hacerlo. La única verdad es que mandan las métricas y también Zuckerberg, señalado de ser el determinador de las decisiones poco éticas del conglomerado tecnológico.
Haugen sabe de lo que habla. La que fuera gerente de producto en el equipo de Integridad de Facebook decidió dar la cara y convertirse en la garganta profunda de esta historia al estar convencida de que las plataformas de la empresa digital “dañan a los menores, fomentan la división y debilitan la democracia”. El impacto negativo de Instagram, por ejemplo, es particularmente devastador entre las adolescentes. No solo las hace sentir mal, como consecuencia de los altísimos estándares de imagen corporal y belleza establecidos en la red social, sino que además propicia sentimientos de soledad, tristeza y trastornos alimenticios en una de cada tres. No menos graves son las omisiones de Facebook en relación con perfiles de usuarios involucrados en reclutamiento de grupos criminales, trata de personas o redes de explotación sexual. Por decir lo menos, la pasividad del gigante informático, a cambio de tráfico lucrativo, es lacerante.
Priorizar beneficios económicos ante cualquier reparo moral, a juicio de muchos, no es ilegal. Pero deja mucho que desear del talante ético de una compañía que se precia de cuidar a sus cerca de 3 mil millones de seguidores. Es momento de que Facebook rinda cuentas frente a su insaciable lógica económica y se aborde la discusión sobre medidas de regulación interna o externa que garanticen seguridad y respeto a los usuarios, en especial en el caso de los niños –bajo el marco de la libertad de expresión–, para evitar que todos sigamos cayendo en el juego de la división, el engaño y el extremismo que ha impuesto desde sus servidores.
Facebook es consciente, porque así lo han concluido sus propias investigaciones, de los efectos nocivos causados por sus plataformas, pero no hace absolutamente nada para que sus productos, pese a su “toxicidad”, sean más seguros. “Expandir mensajes divisorios y extremistas” que exacerben un clima de confrontación o crispación les conviene porque atraen más visitas, suman ingresos y audiencias.