La pregunta había cruzado el océano desde la distante Lombardía, y ahora estaba ahí, agazapada en mi teléfono, dispuesta a acabar con la frágil tranquilidad de la mañana:

—« ¿Cómo suena y a qué sabe hoy el Caribe?».

Caminé al balcón, aturdido por la pregunta. Avisté en el horizonte dos navíos haciendo fila para entrar al puerto y pensé en el navegante Juan de la Cosa, adentrándose por primera vez en la desembocadura de un inmenso río aún sin nombrar. Pese al centralismo, a la corrupción, más infames que los huracanes y la pandemia, no tuve que pensarlo mucho para responder:

—«Suena y sabe a acordeón de juglar, a música antillana con arroz de camarones y patacones de plátano verde rociados de picante, o lo que es lo mismo, a mujer coqueta recién bañada en las playas de Sabanilla».

Aclaro que escribí sin saber bien de dónde salían esas palabras, poseído quizá por alguna musa caída, tal y como le gustaba repetir al griego que inventó a Sócrates.

Desde su apacible estudio de Milán, el pintor Amaya leyó en silencio mi respuesta, sonrió y antes de volver los ojos a los espléndidos senos que atareaban su inspirado carboncillo, ripostó con su proverbial generosidad:

—« ¡Voz de poeta!», escribió.

Durante todo el día, los sabores y sonidos del Caribe me dieron vueltas en la cabeza, como una isla que se repite, que sabe a café en hornilla, a arepita dulce con anís en grano, a guineo manzano y a Rondón, a mango de hilaza y a Joesón, a mojarra de mar, a raspao con leche condensada, a cumbia cienaguera, a ron con limón, a arroz con huevo frito, a flauta de millo, a cayeye, a Boquita salá, a ciruela madura picada de abejas, a galleta de punto rojo, a lengua guisada con Pony, a fandango y a porro, a caribañolas con salsa brava, a Plantación adentro camará, a guineo «cuatrofilo» con queso, a pescado de Bazurto, a caimito, a Escalona en la voz sublime de Marta Gómez. Recordé «Los sabores del porro», de Pablo Flórez y entonces me supo a minguí con coco, a bollo de mazorca con suero, a viuda de bocachico en el mercado de Lorica.

Una vez en Sevilla, en un bar a orillas del Guadalquivir, el sabor del jerez me reveló que todo el Caribe cabe en una butifarra soledeña, una bolita de tamarindo, una cazuela de mariscos, una chuleta de Baranoa, un plato de arroz de lisa, una hayaca de Glenia Marín, un caballito de papaya de Sixta Márquez. En otra ocasión, entré a una taberna griega en Berlín y ordené el cocido especial de la casa. Creí que probaría la ambrosía que nutrió la infancia de Demócrito de Abdera. Cuando llegó, supe que en realidad era la misma sopa de zaragozas blancas que había visto hervir tantas veces en el fogón de leña de la vieja Petra Moreno en Sabanalarga. Nada es extraño para el Caribe, todas las culturas del mundo se han abrevado en su cuenca y han dejado su impronta. El Caribe es el aroma a matarratón de Esther Forero, el son palenquero de Tabalá, el Jardín de Fundación de Luis Enrique Martínez, el calipso insular con quijada de caballo, la Champeta en vinilo de Paraísos invisibles y la guitarra de Leopoldo Calderón.

En fin, el Caribe, de nísperos y sargazos, es un «objeto recursivo», de los mismos que habla el escritor y matemático argentino Guillermo Martínez. Mejor aún, es un «espacio recursivo», una misteriosa parte que equivale al todo. Como una humeante arepa de huevo de Luruaco, que guarda en su interior toda la información del universo…