Otra vez. La misma columna de todos los años. Siempre el mismo tema como un disciplinado acto de memoria. Hay una sutil diferencia, este año se parece más. El 24 de febrero de 2007 fue un sábado también. El sol apenas estaba quizá más brillante, quizá más sofocante, quizá había menos brisa. Por lo demás el día parece el mismo.
A la hora del almuerzo los amigos del profesor Rolando Pérez recibimos una llamada que anunciaba su muerte. Rolando fue hallado muy temprano en la mañana en su apartamento del barrio Torices de Cartagena. Antes de terminar la diligencia de levantamiento, la fiscal me pidió que reconociera el cuerpo. Así que lo vi. Estaba en la cama, sin camisa. Había sangre por todas partes. El colchón, el piso, las paredes, todo estaba manchado de sangre.
Rolando cumplía años ese mismo día. La fiscal me preguntó si era él, le dije que sí. Me preguntó si veía algo extraño en su apartamento, le dije que no. Me preguntó si él era gay, le dije que sí. Luego me dijo que alguien había dicho que a Rolando le habían robado una cámara unos días atrás, y que allí en su residencia habían encontrado una cámara, así que quizá era la misma. Yo no entendía de qué me hablaba, pero me dio la cámara y me pidió que posara para una foto. Una prueba muy sofisticada seguramente. En algún expediente debo aparecer con una cara de idiota, con los ojos llorosos, confundida, como una niña perdida, posando con una cámara en la mano en el apartamento de mi amigo, mientras el cuerpo de él permanecía en la cama, tirado allí, lleno de sangre, asesinado.
Por once años he pensado en esa foto. No recuerdo qué ropa tenía puesta, pero sí recuerdo mis ganas de colaborar con la justicia. Ya saben, lo que me preguntaban lo respondía diligentemente, así que si me pedían que posara como una tonta con una cámara en la mano lo iba a hacer. También me pareció normal que me preguntaran si Rolando era gay y me pareció normal decir que sí. La fiscal apenas se llevó el arma homicida, el cuerpo del muerto y autorizó lavar el apartamento. Yo misma luego vi tazas de café, colillas de cigarrillos, las huellas del asesino en la pared con las manos sucias de sangre y una toalla con la que, al parecer, se las limpió.
Al día siguiente, el domingo 25 de febrero, el entonces comandante de la Policía Metropolitana de Cartagena, el ahora general Carlos Mena Bravo, atribuía el crimen a la orientación sexual de Rolando. Sus palabras tenían un tono concluyente, como si acaso resolvieran el caso. “Toda la prueba que se ha recopilado, y las informaciones que hemos verificado por parte de la Policía Judicial, todo indica que los móviles fueron absolutamente pasionales por cuanto este ciudadano llevaba una vida desordenada, era promiscuo y, en su condición de homosexual, tenía varias personas como pareja”, declaró ante los medios. La justificación, la impunidad, la naturalización, la mentira, la negligencia. Fin del caso. Un proceso inoperante –hasta la fecha– que dejó a un peligroso asesino en libertad, por allí, burlándose de la justicia.
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