Sobre las navidades tristes y las navidades alegres, canta el Binomio de Oro en una de las canciones más escuchadas de la temporada decembrina desde hace 42 años. Su magnífica atemporalidad radica en que cada verso escrito por los hermanos Israel y Rosendo Romero e interpretado por el inolvidable Rafael Orozco retrata los contrastes de una celebración de la que no es posible sustraerse. Su profunda carga emotiva lo entremezcla todo: desde sentimientos intensos, en algunos casos tejidos con amor, esperanza y alegría; en otros, con hilos de desengaño, frustración y melancolía, hasta los más puros símbolos de la fe cristiana, pasando por las compras compulsivas, excesos en los gastos o un consumismo desbordante.

Por donde se mire, la Navidad, con sus cielos despejados, entrañables villancicos, olores característicos, destellos luminosos, fiestas, jolgorios, y mensajes litúrgicos, funciona como la llave que abre una puerta directa a nuestro interior más recóndito. Si se es un niño, esa entrada conduce a una sala de espera donde se aguarda por el obsequio soñado o el regalo prometido, con la ilusión de la inocencia de los primeros años. Si se es mayor, el acceso otorga un visado a la nostalgia, forma singular de la tristeza, por las ausencias que pesan, el inexorable paso del tiempo y los recuerdos de quienes ya no somos y no volveremos a ser.

Justo en ese limbo navideño, donde los matices de la euforia y las añoranzas se entrecruzan en el alma cavándonos un hueco en el que anidan angustias, es cuando la familia, también los amigos más auténticos, se convierten en el escudo protector, en una estructura segura, que nos resguarda hasta que salimos airosos de los avatares de la incertidumbre y el miedo.

En ello reside verdaderamente el sentido de la Navidad. Esta fiesta única que trasciende religiones, creencias o culturas, nos invita a darnos a los demás, a cultivar la unidad, la gratuidad y generosidad familiar, a compartir la riqueza de las tradiciones heredadas y construidas entre las generaciones, a permanecer juntos para solidificar los vínculos que cimentan convivencia, respeto, amor, empatía, solidaridad, tolerancia, y que nos alimentan.

En definitiva, se trata de entender de dónde venimos, a qué lugar pertenecemos, de reconocernos los unos en los otros, de seguir un camino común para echar raíces y dar alas a hijos y nietos. Esa es la mejor forma de perdurar, aunque ya no estemos, de coincidir para honrar nuestra esencia, para demostrarnos cuánto nos amamos. La Navidad, la ocasión simbólica por excelencia, nos concede esa licencia, para evocar a quienes se han ido, para rendir homenaje a los presentes y celebrar a los que están por llegar. También para alegrarnos por los éxitos obtenidos o abrazarnos si es que uno de los nuestros ha fracasado.

Lo de menos es el tipo de familia, eso ya no es relevante en sociedades cada vez más plurales o diversas. Lo más significativo es que seamos capaces de mantener intactos los lazos de afecto, comprensión y protección que nos permitan enlazar motivos de arraigo, dejando de lado convicciones excluyentes e inflexibles que nos aíslan. La Navidad no va de eso, aunque es inevitable asumir que también puede ser una fiesta de tristezas, como canta Rafa Orozco.

Y no tanto por falta de lo esencial en hogares en precariedad absoluta, que en todo caso pueden ser ricos en amor, sino por la carencia de valores, sentimientos o complicidad. En últimas, del legado sanador que las familias ofrecen para consolar cuando uno de ellos cae en desgracia o simplemente los necesita. Si eso no existe, porque determinantes de la vida familiar, entre ellos ausencia de inteligencia emocional o relaciones fallidas, no permitieron que se moldeara, nada de lo antes dicho será viable. Y esta época lo hará aún más evidente.

Y aunque no todos los días sean buenos, aun así podemos ser luz en la oscuridad, dadores de esperanza, creyentes del milagro de la vida. Todo porque es Navidad, la fiesta de las familias, del amor sanador, de la grandeza de corazón, un tiempo especial para agradecer lo que somos, lo que tenemos, y reconocer lo mucho que todavía nos queda por aprender.

¡Feliz Navidad a nuestros lectores y audiencias, lo mejor para ustedes que son la familia de EL HERALDO!