A cuentagotas, Colombia conoce el alcance de la propuesta que por el momento da vueltas en la cabeza del presidente Gustavo Petro de comprar la cosecha de coca a los campesinos de El Plateado, en la región del Micay, Cauca, donde están sembradas a ojo de buen cubero 18 mil hectáreas que confieren un poderío criminal insultante a los mandamases de este negocio ilícito.
Hablamos de un enclave del narcotráfico controlado palmo a palmo por el Estado Mayor Central (EMC), principal disidencia de las Farc, al mando de ‘Iván Mordisco’, que hoy por hoy es uno de los territorios más conflictivos del país, también inexpugnables, por ser paso obligado de la lucrativa ruta de la droga que se envía al exterior, vía Pacífico. En este pandemonio de violencias, abusos de los armados ilegales contra los civiles, histórico abandono estatal, solo por señalar lo evidente, es donde la Fuerza Pública intenta desde hace 15 días una retoma, con más de 1.400 héroes participantes de la operación Perseo que, como se había anticipado, está siendo cruenta.
No en balde en el actualizado mapa de la coca que acaba de revelar la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Undoc), Cauca aparece con Nariño y Chocó como los departamentos, de un total de 16, que aumentaron sustancialmente sus sembradíos en 2023. Son núcleos productivos, con lotes nuevos de enorme densidad que dificultan toda intervención.
El mar de coca en el que naufraga Colombia, en particular el Pacífico, donde se concentra el 40 % de las zonas con cultivos iniciados durante los últimos tres años, sumó al cierre de 2023 la escandalosa cifra de 253 mil hectáreas, el peor dato de toda su historia, consecuencia de un crecimiento generalizado de las extensiones de coca. Son 23 mil hectáreas más que en el reporte anterior, un aumento de 10 %, pero lo más alarmante es el incremento de 53 % en la producción de cocaína pura, que fue de 2.664 toneladas, cuando un año atrás, en 2022, había sido de 1.738.
Como antes, como ahora, la geografía de la coca en nuestro país, con sus históricos, nuevos o recién dilatados emporios de ilegalidad, favorece la consolidación de las estructuras criminales, usualmente en territorios sin dios ni ley, donde estas mafias ejercen total dominio a sangre y fuego, usurpan las funciones del Estado e instrumentalizan a comunidades, casi siempre pueblos indígenas, afrocolombianos y campesinos, para someterlos al servicio de sus economías ilícitas.
Es irrebatible que la desbordante violencia contra líderes sociales, el acelerado deterioro de las condiciones de seguridad de los territorios o el aumento de presiones armadas contra los civiles coincide, por un lado, con las zonas de concentración de cultivos de coca y de producción y tráfico de cocaína y, por el otro, con el crecimiento exponencial del ELN, el Clan del Golfo o Ejército Gaitanista de Colombia (EGC) y disidencias de Farc, máxime las del EMC. Ahora reconvertidas en boyantes organizaciones multicrimen, con tentáculos en la minería ilegal y la trata de personas.
El jefe de Estado señala que se debe “combatir las economías ilícitas y destruirlas para que no financien las fuerzas ilegales”. Cierto, señor presidente, pero para que esa ecuación produzca resultados tangibles se hace indispensable combinar una política de drogas eficaz que transforme económica y socialmente los territorios vulnerables donde se concentran los cultivos de coca, con una política de seguridad que combata al crimen organizado, desmonte sus rentas ilícitas y recupere el control de los espacios que han copado, para que pueda entrar la oferta institucional.
Sin embargo, al cabo de 26 meses en el poder, estas aspiraciones del Gobierno nacional, porque sin duda se les debe dar el beneficio de la duda, se han quedado en apuestas quiméricas que no se consolidan ni concretan, pese a crisis acuciantes en regiones donde los violentos continúan ganando terreno. También por los efectos de la hasta ahora fallida política de la paz total, con sus manifiestos errores en las estrategias de negociación y diálogo, que insuflaron oxígeno a los ejércitos ilegales, mientras estos les marcaban los tiempos para expandir sus rentas criminales.
En la línea de los devaneos de la paz total y la seguridad humana, Petro nos vende la historia de la compra estatal de la cosecha en El Plateado, que luce improvisada, sin sustento legal ni certezas sobre el uso que le dará, tampoco respecto a las fuentes de financiación, ni en su estrategia de sustitución de cultivos ilícitos. A decir verdad, parece otro de sus habituales globos.
Aunque no está de más advertir que esta desnortada iniciativa podría ser un incentivo perverso que dispararía aún más las áreas sembradas. Con el agravante adicional de que los mismos grupos criminales podrían llegar a controlar la transacción. Así que esta crisis crónica no acabará a punta de medidas desesperadas, cuestionadas hasta por los campesinos cultivadores de coca que reclaman, y con justicia, soluciones estructurales y viables. Si el Gobierno quiere encarar de forma más eficaz este asunto, revalúe su política de drogas, también la de seguridad, porque incautando 700 toneladas de cocaína de una producción total de 2.600 no tiene razón alguna para celebrar