Las señales enviadas por Nicolás Maduro sobre el Esequibo, una zona selvática de 160 mil kilómetros cuadrados rica en petróleo y otros recursos naturales que Venezuela se disputa con Guyana desde hace más de un siglo, anticipan lo peor. No en vano el presidente de Brasil, Lula Da Silva, ha pedido a los países del vecindario, entre ellos a Colombia, hacer todo lo posible para impedir un conflicto armado. Su preocupación es tan grande que convocó a naciones suramericanas a suscribir un documento en el que instaron a ambas partes a evitar “acciones unilaterales” y a “buscar una solución pacífica” a una crisis bilateral que atemoriza hoy a la región.
Es imperativo que sean escuchados. La sola posibilidad resulta perturbadora. Lamentablemente, a estas alturas, nada es descartable, a tenor de las tensiones que han escalado en la última semana tras el referendo del 3 de diciembre, en el que supuestamente millones de ciudadanos, es lo que certifica la cuestionada autoridad electoral de Venezuela, votaron a favor de la anexión.
“No queremos una guerra”, sentenció Lula, el mandatario de Brasil, país que comparte con Venezuela y Guyana frontera en el Esequibo. En ese mismo sentido, el presidente Gustavo Petro señaló que “la desgracia más grande de Suramérica sería que estallara una guerra entre sus pueblos”. Nadie duda, por tanto, que un escenario de guerra como el que parece dibujarse en el horizonte, que se sumaría a los abiertos en Ucrania, por la invasión de Rusia y en Gaza, luego del ataque terrorista de Hamás a Israel, tendría consecuencias catastróficas para nuestra región.
Conviene que se lo hagan saber lo antes posible a su homólogo venezolano, quien con premura ha tomado inquietantes decisiones sobre el Esequibo. Entre ellas, incorporarlo a sus mapas, solicitarle a la estatal petrolera PDVSA que busque cómo conceder licencias de exploración de hidrocarburos, darle un ultimátum a las empresas que los explotan en la actualidad, mientras incrementa su presencia militar en las inmediaciones del territorio que asegura, será recuperado.
Guyana reconoce en las acciones de Maduro, más allá de sus bravuconadas, una amenaza real e inminente para su integridad territorial, soberanía e independencia política. El presidente Irfaan Ali solicitó a la comunidad internacional intervenir para rebajar las tensiones y al Consejo de Seguridad de la ONU “medidas cautelares”. Mantener los cauces de la legalidad es el camino correcto, aunque tampoco se quedó de brazos cruzados. Sus fuerzas de defensa se declararon en “alerta máxima” y con el Comando Sur de Estados Unidos hicieron ejercicios aéreos conjuntos.
Fiel a su estilo pendenciero, Maduro y su corte palaciega se prodigan en insultos contra quienes optan por defender una solución diplomática, pacífica y concertada, a la prolongada disputa que permanece bajo el examen de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, única instancia legitimada para dirimirla. Sin embargo, no se puede olvidar que Venezuela no reconoce ni acata decisiones de organismos internacionales, otra herencia más del inefable Hugo Chávez Frías.
Como si hiciera falta añadir aún más leña a este fuego, el inminente viaje de Maduro a Rusia, confirmado por Moscú, alinearía dos bloques geopolíticos en torno al conflicto, que lejos de la reivindicación nacionalista que también pretende darle el régimen tendría un trasfondo calculado en clave de política interna, para maquillar su incumplimiento al acuerdo de Barbados. Haciendo uso de su manual autoritario y represivo, el chavismo en vez de otorgar garantías democráticas de cara a las presidenciales de 2024, como se había comprometido, emprendió una nueva persecución judicial contra la oposición, puntualmente contra el círculo de la candidata María Corina Machado, con órdenes de detención, algunas ejecutadas. El pacto está en riesgo evidente.
Si Venezuela declara la conmoción interior ante la inminencia de una escalada bélica con Guyana, Maduro tendría la excusa perfecta para salirse de la ruta electoral. En ambos casos, el precio a pagar por los habitantes de la nación hermana sería enorme, los países vecinos deben incrementar, entonces, su presión para evitar que el Estado de derecho como el orden internacional se sigan debilitando en el contexto regional. Que prevalezca el diálogo y, en especial, el entendimiento.