En menos de 24 horas, dos partidos, Cali vs. Junior, el sábado, y Nacional vs. Medellín, el domingo, debieron ser suspendidos por incidentes violentos protagonizados por integrantes de barras de los clubes locales. Sin garantías de seguridad para reanudar los encuentros, tras la invasión del campo, lanzamiento de objetos contundentes y desmanes en las gradas, los árbitros decidieron finalizarlos, cuando aún faltaban más de 10 minutos de tiempo reglamentario. En ambos casos, los equipos visitantes ganaron, aunque no fueron los únicos que estuvieron en máximo riesgo.
Es lamentable que volvamos a las desafortunadas épocas en las que un puñado de antisociales determinaba, con sus repudiables actos violentos, cuándo debía pitarse el final de un partido. Eso fue lo que ocurrió este fin de semana en el fútbol colombiano. No es como algunos de manera simplista quieren hacer ver, que se trató de un asunto de malos perdedores. Sí, en el fondo, también está relacionado con eso, pero la verdad es que estas reprochables conductas de unos cuantos son una señal más de la tensión social que crece aquí. Las violencias se retroalimentan.
Hay que decirlo alto y claro: los estadios no son espacios aislados, sino que reflejan el sentir de la sociedad. Bien lo saben quiénes han hecho de ellos una plataforma para expresar su descontento hacia el presidente Petro o su Gobierno. Ese cúmulo de rabia, frustración e incertidumbre, también de intolerancia, discriminación o xenofobia de algunos grupos sociales en particular, porque no se puede ni debe generalizar, termina expresado en insultos, agresiones, batallas campales u otras manifestaciones violentas que distorsionan por completo el carácter ético del deporte, del juego limpio, que, dentro y fuera de las canchas, es menester se mantenga.
No está de más insistir en que la violencia en el fútbol no es privativa de Colombia. Responde a un problema extendido, patente en estadios de medio mundo, con más o menos ferocidad. En el vecindario, los casos de disturbios o peleas entre las llamadas barras bravas se suceden con relativa frecuencia en México, Argentina, Brasil o Uruguay, con saldos lamentables. Sin embargo, no es excusa para que nuestros campos de fútbol, sus gradas o tribunas, reediten desgracias que ya tendrían que estar del todo superadas. ¡Pero no, los hechos nos demuestran que no es así!
¿En qué se sigue fallando? Esa es la pregunta que deberían formularse la dirigencia de nuestro fútbol, los mismos clubes y la sociedad en general. También, por supuesto, los hinchas, los verdaderos, que son la mayoría, muchos de los cuales se encuentran comprometidos con un trabajo de barrismo social de años, para construir diálogo, convivencia, respeto y tolerancia en el fútbol. Cada nuevo episodio de violencia en los estadios, como los de este fin de semana en Palmira y Envigado, socava la confianza de la gente en sus experiencias que sí ofrecen resultados concretos. En Atlántico, por ejemplo, el programa ‘Viva la Barra’, de la Gobernación, ha capacitado a más de 1.500 integrantes del Frente Rojiblanco Sur, Los Kuervos y Bloke Central del Junior en temas de emprendimiento económico, formación artística o crecimiento personal.
A estos procesos de construcción de ciudadanía, porque de hecho lo son, no se puede renunciar por la patanería de unos pocos grupúsculos, pero tampoco es aceptable que estos continúen cometiendo atropellos en los estadios del país, escudándose en la camiseta de un equipo, sin recibir una sanción coherente con su falta. Quienes señalan que estamos ante casos aislados sin apenas consecuencias desestiman su efecto contagio amplificado por las redes sociales. Ordenar sanciones se hace indispensable, pero no será suficiente para enfriar ánimos.
La Dimayor, aliados, patrocinadores y demás actores del fútbol tendrían que ponerse de acuerdo para repensar cómo reforzar controles, articular estrategias preventivas o disuasivas con las autoridades locales, también con la Policía, cuya presencia en los estadios más allá de polémicas, resulta imprescindible. Que una nueva doctrina, que incorpore también una legislación especial, empiece a tomar forma antes de que la intolerancia de los violentos vuelva a revelarnos su peor rostro e instale de manera definitiva el miedo entre aficionados que se lo piensan dos veces para asistir con sus familias a un partido de fútbol. Otrora y siempre, el mejor espectáculo del mundo.