Nadie es inmune al dolor ni al sufrimiento. La edad, condición socioeconómica, origen, género, nada, absolutamente nada, libra a una persona de sentirse triste, ansioso o deprimido. No tenemos por qué excusarnos por la fragilidad de nuestra salud mental; sin embargo, sí conviene ser capaces de entender cuando necesitamos ayuda o debemos proporcionarla a quienes atraviesan un auténtico tsunami de emociones encontradas que los llevan a padecer lo indecible.

Como consecuencia de difíciles realidades, el descontrol de su situación anímica puede llevar a alguien a una conducta suicida, tanto la idea como la tentativa. El pasado martes, en el interior de su propia casa, en Soledad, un niño de 11 años de edad se quitó la vida. Tras el impacto inicial, familia y autoridades intentan ahora establecer el porqué de su decisión. Algunas hipótesis apuntan a que estaría relacionada con un reto viral o un videojuego. No sería descabellado. Para nadie es un secreto, en especial para padres, educadores y siquiatras infantiles, que el uso de plataformas digitales, de redes sociales y la consulta de páginas de Internet aparecen cada vez más vinculadas a factores de riesgo, como el acoso, obsesiones asociadas a la autoimagen, complejos de distinta naturaleza, baja autoestima, trastornos alimenticios e, incluso, autolesiones, que pueden potenciar las probabilidades de que se produzca un intento de suicidio.

Lamentablemente no es un único caso. EL HERALDO conoció que la Secretaría de Salud del Atlántico ha atendido 297 intentos suicidas en personas de 7 a 21 años, solo en el primer semestre de 2023. Es la punta del iceberg de un fenómeno que crece desde 2021, cuando se reportaron 401 casos, mientras que en 2022 fueron 489. Solo en Soledad se contabilizan este año 315 intentos, unos 10 por semana, en todos los grupos etarios, siendo los jóvenes y adultos-jóvenes, los más impactados por ideas suicidas, muchas veces derivadas de hechos de violencia intrafamiliar y de género. Lo sabemos de sobra: Soledad es una bomba de tiempo donde las emergencias sociales se desbordan irremediablemente sin que se aborden soluciones viables.

Se equivocan quienes creen que los niños no sufren y que, si lo hacen, ellos mismos serán capaces de encontrar la forma de superarlo. Por desconocimiento de síntomas, sentimientos de culpa o para evitar el estigma social, algunos padres no admiten que su hijo o hija pueda tener depresión. Desconcertados responsabilizan a sus profesores, que tampoco saben cómo actuar frente a la condición de crisis permanente en la que viven los menores, que pueden pasar años sin ser diagnosticados de un trastorno mental grave. Al mirar hacia atrás, cuando ya son adultos, solo quedará la sensación de que se perdió tiempo valioso para intervenir de manera oportuna un padecimiento real con efectos potencialmente devastadores en su salud.

Más allá de la esquizofrenia, trastorno bipolar, depresión grave u otras enfermedades similares que suelen hacerse evidentes en la adolescencia, una etapa compleja, sí es cierto que la pandemia destapó como nunca antes una crisis de salud mental que estaba oculta o latente en el interior de muchos hogares. En particular, de los más vulnerables en términos socioeconómicos donde son recurrentes, como documentó una investigación del Departamento de Psicología de la Universidad del Norte, detonantes relacionados con problemas familiares, violencia física, maltrato sicológico o agresiones sexuales. La exposición a entornos violentos permeados por criminalidad, narcotráfico o explotación sexual también desencadenan traumas con efectos impredecibles en niños, niñas y adolescentes.

A diario, la sociedad -empezando por los núcleos familiares- incumple su obligación ética y moral de proteger a sus miembros más pequeños que en situaciones extremas terminan convertidos en víctimas, pero también en victimarios, reproduciendo el dolor sufrido. Derrotados, en soledad, sin poder encontrar equilibrio ni gestionar sus emociones porque casi nunca los educamos para ello, se dejan vencer por las ganas de dejar de estar. Suponemos que tienen toda la vida por delante, que no se irán antes que nosotros o que son maleables, así que relativizamos sus alarmas o señales de alerta. Grave error. Hoy la salud mental tiene que estar en el foco de todo, eludamos banalizarla: los niños y adolescentes no pueden solos y, como siempre, merecen amor y respeto.