Dos nuevos zarpazos de la criminalidad se cobraron vidas en Santo Tomás y Barranquilla. Mismo móvil: la extorsión. Las víctimas: el gerente de la empresa de buses Cootransoriente, Jorge Meriño, quinta persona vinculada al sector transporte asesinada en el último año en Atlántico, y un hombre conocido hasta ahora como Carlos que laboraba como ayudante de una estación de gasolina en el barrio San Roque, segundo homicidio de un trabajador en un punto de abastecimiento de combustible en menos de 10 días. Se podrá estar más o menos de acuerdo, pero la sensación que queda es que los grupos locales de crimen organizado que ordenaron y ejecutaron estas nuevas muertes han redoblado su desafío contra la institucionalidad, luego de que esta reclamara mayor contundencia para frenar la salvaje escalada en ciernes.
Como un déjà vu recurrente, real y sin punto final, afrontamos este nuevo episodio de amenazas y asesinatos, como el que sacudió al departamento en julio de 2022. La historia se repite. En ese momento de absoluto desconcierto, tres conductores de empresas transportadoras de Barranquilla y Soledad murieron por las balas asesinas de criminales. No se entiende porque, pese a que los detonantes de esta problemática tan extendida se encuentran diagnosticados desde hace tiempo, aún seguimos dando vueltas en el mismo punto sin que se pongan en marcha soluciones definitivas, efectivas y, en especial, demandadas por las víctimas que, dicho sea de paso, se expanden a más sectores productivos. Algo así como la diversificación del delito.
Más allá de las capturas de la Policía, que pierden brillo con tantos crímenes en ascenso, algo no funciona porque persisten las mismas realidades. Algunas de ellas relacionadas con temas de conflictividad social y desconfianza hacia la fuerza pública. Por tanto, la extorsión no cede y, por el contrario, este abominable delito que acerca al abismo de la desesperación a quienes golpea moral y económicamente crece. No es consuelo, si acaso descrédito para quienes deben dar respuesta a la afrenta de la ilegalidad, pero las manifiestas carencias o debilidades de la Policía, como su falta de pie de fuerza, de capacidad de reacción oportuna o de anticipación a los hechos mediante labores de inteligencia que sean eficaces, no son exclusivas de nuestro departamento.
Siendo coherentes, esta coyuntura difícil de superar que ha empoderado a criminales de todas las raleas, también tiene origen en las falencias del sistema de justicia en el que su consabida puerta giratoria devuelve a las calles, además en tiempo récord a una cantidad significativa de delincuentes capturados. Si alguien está capitalizando las flaquezas de la institucionalidad, bien sea de autoridades locales, policías o jueces desbordados por el avance criminal, son los mismos bandidos que se sienten blindados por la rampante impunidad, cuando no por la corrupción, complicidad o connivencia con un puñado de integrantes de la fuerza pública. Casos abundan, por cierto. No nos llamemos a engaños. Ellos saben bien quiénes son y lo qué hacen.
Llegados a este punto la cuestión exige reconocer que cómo vamos, vamos mal. No es posible mirar hacia otro lado, ni quedarse callados o indiferentes, mucho menos enterrar la cabeza como el avestruz ante la preocupante crisis de seguridad ciudadana de la que hoy se quejan la gobernadora, el alcalde o cualquier hijo de vecino, como hemos advertido en EL HERALDO. Pasar de agache sería alcahuetear a la delincuencia y eso no lo vamos a hacer, aunque seamos víctimas de nuevas amenazas o de acoso judicial. No le falta razón a la gobernadora Noguera cuando califica a junio como un mes “aterrador”. 66 crímenes se cometieron, entre ellos los 3 de la familia Vega Daza en Puerto Colombia. Diez más que hace justo un año. Sin duda, pavoroso.
Quebrar esta tendencia es uno de los retos de los 300 policías recién llegados a Barranquilla y su área metropolitana, punta de lanza de la nueva estrategia Atlántico Territorio Seguro. Paso en la dirección correcta, pero no suficiente para atajar una problemática enquistada en el departamento hace años. Ningún gobierno, ni local ni nacional, ha podido o sabido resolverla. Si no se adopta una política pública de seguridad a largo plazo, no solo de despliegue de fuerza, como ha ocurrido en otras ocasiones los uniformados se irán y quedaremos iguales o peor.