El debate está servido. En Greystones, un pequeño pueblo de Irlanda, madres y padres de estudiantes de sus ocho colegios de primaria acordaron de manera voluntaria no entregar celulares a sus hijos hasta que comiencen el bachillerato o cumplan 12 o 13 años. La prohibición, porque ciertamente lo es, intenta retomar el control familiar frente al desbordado uso de la tecnología por menores que, según evidencias de sobra, afrontan tsunamis de ansiedad, daños en su salud mental o deterioro del rendimiento escolar por la exposición excesiva y, sin duda, peligrosa a todo tipo de contenidos inapropiados, como pornografía en redes sociales e internet.
Quienes defienden el acuerdo y, justamente en el consenso radica la clave para evitar que los pequeños a los que se les restringe el celular no se vean presionados por sus compañeros que ya cuentan con el dichoso aparato, señalan que buscan su protección. Quienes estiman que se trata de una limitación contraproducente, casi que un tiro en el pie, aseguran que la privación les restará oportunidades en el futuro porque reducirá sus competencias digitales en un ámbito laboral cada vez más competitivo. Difícil llegar a un punto de equilibro, cuando investigadores en asuntos tecnológicos, educadores y sicólogos consideran que a ambos les asiste razón.
Perdemos la cuenta de los estudios que a nivel global indican cómo Instagram o Tik Tok han impuesto en los últimos tiempos una tiranía de lo irreal, de la falsa felicidad, de la inexistente absoluta perfección que empuja a niños, niñas y adolescentes, incluso a jóvenes de 21 o más años, a sumergirse en un universo de idealización imposible. Abducidos por la ilusoria vida que las pantallas de sus celulares les devuelven, sus voluntades en formación acaban seducidas por completo. Lo creen todo. Lo asumen todo. Sin escapatoria, el mal y excesivo uso de los teléfonos móviles y, en especial, de las redes sociales los arrincona, por un lado a sentirse avergonzados de su físico o imagen corporal y, por otro, a aislarse para socializar únicamente a través de entornos digitales. ¿Para qué salir de la burbuja si les ofrece lo que creen que les produce satisfacción?
Poderoso artilugio, tan útil como peligroso, que se ha convertido en foco de conflicto. Muchas veces son los padres los que proporcionan a sus hijos, apenas bebés, el primer, fácil y temprano acceso a dispositivos móviles y redes sociales. Luego, cuando crecen, resulta casi imposible desandar el distante camino que los separa, debido a que unos juramentan que la existencia solo transcurre en el mundo digital, mientras que los otros lo niegan. ¿Es posible alguna redención? Iniciativas como la de Greystones devuelve algo de esperanza porque es más que evidente que las empresas tecnológicas no demuestran genuino interés en cambiar sus reglas de juego para ser más transparentes, aumentar la protección de la privacidad de los menores o limitar su acceso a redes y plataformas, de acuerdo con su edad. En otras palabras, esa es una guerra perdida.
Ante la distorsión de la realidad por la inmersión digital que genera pérdida acelerada de autoestima en nuestros hijos, además de sufrimiento en los dolorosos episodios de acoso en redes, prohibir Tik Tok o el celular son escenarios extremos que en algunos sitios y bajo determinadas circunstancias comienzan a explorarse, discutirse y hasta aprobarse. No parece el caso en Colombia. Así que corresponde a los padres -conscientes de los peligros a los que se exponen sus hijos- asumir con responsabilidad su rol de formadores. Limitar el celular o los dispositivos móviles cuando son pequeños reduciría una eventual adicción. Pero a medida que crecen urge concientizarlos con educación y herramientas socioemocionales para que adquieran habilidades que les faciliten encontrar lo que buscan, evaluar información, comunicarse, discernir la verdad de la mentira y, en lo posible, garantizar su seguridad personal.
Es cuestión de alfabetización digital. No solo les será útil para preservar su privacidad en línea, también para evitar riesgos de exclusión social. Aprender a usar la tecnología es fundamental. Saber cómo, cuándo y para qué, es igualmente importante. Fijar normas familiares conjurará conflictos intergeneracionales: lo que no deberíamos hacer es mirar hacia otro lado como si estos no existieran ni intentar suplir con las pantallas la relación que tenemos con nuestros hijos.