Arena del Río no se ejecutará y, sin duda, es una mala noticia. Para Barranquilla, inicialmente, y también para Colombia, porque el megaproyecto deportivo y de espectáculos, en cuya construcción se iban a invertir 407 millones de dólares, apuntaba a insertarnos en el exclusivo circuito de los grandes eventos globales, convirtiéndonos en un hub de entretenimiento y negocios para América Latina y Estados Unidos. La decisión de sus socios, todos de carácter privado y en su mayoría extranjeros, responde a un análisis concienzudo que hicieron durante un largo tiempo sobre condiciones económicas ad- versas: altas tasas de interés, devaluación del peso y creciente inflación, así como al cambio de ciclo político. Innegable. De modo que no solo tienen la libertad de hacerlo, sino que su determinación es legítima. Los hechos son los que son.
Poco que objetar, más allá de lamentar que este desarrollo urbanístico e inmobiliario, con potencial de transformar social y económicamente a Barranquilla y al resto del Atlántico no se hubiera materializado, de acuerdo con las ambiciosas expectativas que acompañaron su lanzamiento en noviembre de 2020. Aquello fue todo un acontecimiento de carácter internacional que ilusionó a los actores de nuestras industrias creativas y culturales, al igual que a los agentes de otras cadenas productivas, principalmente del turismo, el comercio, la gastronomía, el transporte, y ni hablar de las empresas interesadas en proporcionar los bienes, los servicios y la logística del complejo que debía funcionar las 24 horas de los 365 días del año.
No era únicamente el escenario multipropósito con capacidad para 53 mil personas ni el centro de operaciones para exportar contenidos audiovisuales creados en los estudios de televisión, cine y música que se habilitarían. También Arena del Río contemplaba la construcción de un hotel cinco estrellas con 500 habitaciones de lujo, 100 apartamentos y 350 palcos. Nada de eso será una realidad. Por tanto, no llegarán los 1,4 millones de turistas nacionales y extranjeros que se proyectaban por año, tampoco se generaran los 9 mil empleos directos previstos en su primera
etapa –que podrían haber sido 17 mil hasta 2026– y mucho menos Barranquilla recibirá un derrame económico sin precedentes de $2,7 billones de valor agregado a su economía en los cuatro años iniciales del proyecto, equivalentes a más de la mitad de su presupuesto anual.
En declaraciones a EL HERALDO, el encargado de cerrar el proyecto, Peter Gianulis, socio de Édgar Rentería en la firma Two Way Stadiums Inc., reconoció que luego de explorar distintas posibilidades para encontrar el oxígeno que le diera nueva vida a Arena del Río entendieron que no había cómo prolongar su existencia de forma artificiosa. Así que actuaron con responsabilidad asumien- do las pérdidas y poniendo la cara. Es lo correcto, además de sensato. Lo otro habría sido desleal con la ciudad que se volcó, desde el primer momento, a respaldarlos. En la tormenta de dimes y diretes que la decisión ha desatado, algunos han hecho leña del árbol caído para arremeter contra las autoridades locales, otros inexplicablemente celebran que inversionistas extranjeros decidan no invertir
su capital privado en Colombia y no faltan los que señalan, a manera de burla, que nada se ha perdido. En teoría no, porque el dinero será devuelto a los clientes y con intereses. Lecturas, en cualquier caso, que responden a visiones particulares, buena parte de ellas con cálculo electoral para azuzar el combate táctico. Este es un movimiento empresarial, como muchos otros, difícil de encajar, sobre todo porque lo que deja de ganar Barranquilla es incalculable, en todo sentido. Al margen del titular, convendría insistir en el debate sobre qué debe hacer Colombia, o mejor aún, qué debe evitar para seguir siendo una economía saneada con un marco jurídico y fiscal estable y atractivo para alentar el arribo y la consolidación de grandes empresas, ahora demonizadas con encarnizada frecuencia. El ‘Gobierno del Cambio’ no debería incurrir en más errores pueriles. El mensaje político que envían es la llave de entrada, también de salida, de inversionistas extranjeros, que resultarán fundamentales en su propósito de construir una nueva sociedad descar- bonizada o de industrializar el país.