Ni antes ni ahora, al margen de la expansión del universo digital, los periodistas son la noticia. O, al menos, no deben serlo por razones asociadas a la violencia que, a través de sus repudiables formas, acosa, atenta o silencia el libre ejercicio periodístico. En 2022, la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) registró 218 amenazas –la cifra más alta de los últimos 15 años–, además de 84 hostigamientos contra periodistas. Incrementos importantes que confirman una tendencia al alza en estas denuncias a partir de 2020. Lamentablemente, buena parte de ellas, por no decir casi todas, termina en la más absoluta impunidad. También en el insondable pozo de la injusticia parecen hundirse las investigaciones por los dos crímenes cometidos el año pasado contra comunicadores: el de Rafael Moreno, en Montelíbano (Córdoba) y el de Wilder Córdoba, en La Unión (Nariño), en octubre y noviembre, respectivamente. Con ellos, son cinco desde 2020.
¿Quiénes están detrás de estos asesinatos? ¿O de los 55 ataques contra la prensa relacionados con el cubrimiento electoral del año pasado? Es una verdad de a puño. En primer lugar aparecen las estructuras del crimen organizado. Como parte de su cruenta disputa, disidencias de Farc y Eln arremetieron contra los periodistas en Arauca, obligando a cinco de ellos a dejar sus hogares. Mientras que el Clan del Golfo hostigó a comunicadores de doce medios en la Costa durante su paro armado del primer trimestre. A los violentos que se lucran de las economías ilegales, cometen abusos contra las comunidades e imponen a sangre y fuego su doctrina de muerte les incomoda el bendito filtro de la prensa libre que los pone en evidencia. Sin el menor escrúpulo ni miramiento, lo cual no es nuevo, los criminales hacen todo lo que esté a su alcance para amordazarla, quedándose tan campantes como resguardados en el anonimato de su ilicitud.
En la boca del lobo, ni siquiera el Estado, en ocasiones cómplice de sus verdugos, protege a los periodistas. Mucho más grave cuando los victimarios de la libertad de expresión son servidores o funcionarios públicos que, con sus mensajes en redes sociales, gestos o actos, se dedican de manera constante a deconstruir los imaginarios sociales sobre la prensa con la marcada intención de distorsionar o deslegitimar su papel e incitar la violencia en su contra. Arrogantes sicarios de Twitter que no miden las consecuencias de sus irresponsables actitudes, usualmente validadas por quienes los secundan en su fin de desestabilizar, dividir más allá de la razón y generar desconfianza. Son los mismos que luego se quejan del deterioro del Estado de derecho. Vaya cinismo, cuando ellos han contribuido con sus recurrentes ataques a la prensa, uno de los pilares de las sociedades democráticas, a erosionarlo. Cumplen a cabalidad el manual del desasosiego elaborado para políticos populistas o demagogos. Desconcierta para alterar o viceversa.
Uno de los datos de la FLIP confirma el acentuado sesgo de género en los episodios de ciberacoso. 44 agresiones contra mujeres periodistas en diferentes plataformas digitales se denunciaron en 2022. Seguramente hubo muchas más. Doy fe de ello a diario, pero con demasiada frecuencia se desconoce o relativiza que este también es un tipo de violencia machista que demanda una respuesta contundente de las instituciones. Rara vez llega. Dejar de frecuentar las redes no es una opción, callar tampoco. No sean ilusos. Es hora de que se identifique con nombre propio a quienes nos atropellan, sobre todo si se trata de políticos o figuras públicas. Basta de impunidad.
Llegados a este punto, es imperativo exigirle a este Gobierno que sea extremadamente cuidadoso al emitir mensajes que propicien un ambiente hostil que amenace la integridad de periodistas. Por supuesto que necesitamos entender más. Lo sabemos y trabajamos a diario en ello. Podrían hacérnoslo más fácil, por cierto. Afrontamos tiempos de incertidumbre con vientos cruzados, pero desacreditar a la prensa, en vez de ofrecerle garantías plenas para su labor, para tratar de minimizar su impacto crítico es un peligroso error en el que no se debería incurrir.