Cada día que pasa se agrava aún más la actual crisis política y social de Perú que deja, al menos, 62 personas muertas, casi todas civiles, entre ellas 7 menores de edad, y cerca de 1.200 heridas, la mitad, en este caso, policías.
Siete semanas después del comienzo de las protestas originadas en la destitución y posterior detención del presidente Pedro Castillo, señalado de un intento de autogolpe de Estado, y de la asunción al poder de su vicepresidenta, Dina Boluarte, la situación en buena parte del país se encuentra fuera de control. Entre otras razones, por la durísima represión ordenada por el Ejecutivo que, insensatamente, busca sofocar un incendio echando más leña al fuego.
Preocupa que, pese a semejante escalada violenta, no se divisen en el horizonte posibilidades de diálogo entre el Gobierno y los líderes de la movilización que permitan superar, por vía constitucional, el nuevo capítulo de caos e inestabilidad de las instituciones. Uno más, lamentablemente, en la extensa historia de vaivenes, como consecuencia de la reducida gobernabilidad, sistémica corrupción e indolencia centralista de la muy cuestionada clase dirigente peruana. La misma élite de siempre enroscada, ¡cómo no!, en su propia maraña.
Tan enrevesados como recurrentes son los elementos detrás del conflicto peruano. En el manual de cómo perder toda credibilidad en el sistema democrático aparecen desde la frustración de las clases menos favorecidas como consecuencia de promesas fallidas de cambio hasta la irresoluble condición de pobreza y desigualdad social de millones de ciudadanos de la ruralidad, pasando por los sucesivos fracasos políticos de distintas tendencias ideológicas que legitimaron un irrespirable clima de desconfianza e incertidumbre en el país. ¿Por qué a alguien le extraña lo que hoy sucede? Es el resultado de herencias pasadas.
Muchos de los políticos que llevan años intentando cambiarlo todo para que al final nada cambie son los que ahora se lamentan e intentan sanar una herida descomunal con una curita. Tampoco faltan los que creen que lo mejor es empaparla con ácido sulfúrico. Cuidado, quien siembra vientos recoge tempestades.
Mientras el papa Francisco pide cesar los actos de violencia, convoca al diálogo y al pleno respeto de los derechos humanos y del Estado de derecho, y Naciones Unidas reclama investigaciones “imparciales, independientes, exhaustivas y eficaces” sobre las muertes para evitar impunidad, el ministro del Interior, Vicente Romero, defiende la actuación de los organismos de seguridad. Provocación innecesaria que no allana el indispensable retorno de la calma, también reclamada por quienes han decidido mantenerse al margen de las protestas y exigen soluciones urgentes, lo cual no estaría cerca.
Muchas de las movilizaciones campesinas e indígenas de los empobrecidos departamentos del sur, foco del descontento popular no solo no cesan, sino que se han trasladado a Lima, donde este martes participarán de una marcha de carácter nacional para insistir en sus demandas: la renuncia de Boluarte, elecciones generales inmediatas y la convocatoria a un referéndum para redactar una nueva constitución.
Queda claro que no será fácil apaciguar la agitación social que se ha apoderado de Perú. Al hartazgo por los fi ascos políticos o la lucha contra la inequidad, toca sumarle ahora el malestar de los manifestantes por la estigmatización
o criminalización de su protesta. Rechazan la violencia, pero anuncian que no habrá tregua en las marchas. El Gobierno tampoco quiere dar su brazo a torcer. ¿Qué queda? ¿El uso desproporcionado de la fuerza? La deriva autoritaria no puede ser la respuesta a una crisis política profunda en la que no cabe el chantaje ni los abusos de autoridad. Que impere la cordura por el bien de toda la sociedad.