La puja de poderes en Perú se ha convertido en el sello de su historia reciente. En cuatro años, el país ha pasado por las manos de seis presidentes, unos abandonando su cargo en medio de fuertes señalamientos de corrupción, otros huyendo de la fragmentación política que poca estabilidad brinda a quienes asumen la cabeza de Estado. Esto sin contar la herencia de sus predecesores que sitúa al país, desde la década de los 90, en uno de los que más mandatarios ha destituido en el continente.
Esta semana los peruanos escucharon perplejos un discurso de su jefe de Estado elegido por mandato popular, Pedro Castillo, en el que anunció la disolución del Congreso. Minutos después, el órgano hizo lo propio y votó la destitución del mandatario por rebelión. Se requerían dos tercios de los 130 miembros del Congreso, unos 87 parlamentarios, y la salida fue aprobada con el respaldo de una holgada mayoría de 101, lo cual implicó que hasta sus propios copartidarios lo abandonaran a último momento. Horas después, se supo de la detención del dirigente.
Desde entonces, las calles del país se han colmado de protestantes, partidarios y opositores, que no dan crédito a lo que está sucediendo una vez más, como si de una espiral sin fin se tratara.
Para hacer el “vergonzoso” recuento se hace necesario regresar al año 1990, cuando ascendió al poder Alberto Fujimori, quien actualmente está pagando una pena de 25 años de prisión por delitos de lesa humanidad y corrupción, vinculado a las masacres de Barrios Altos, La Cantuta y Pativilca, que sucedieron entre 1991 y 1992.
Fujimori debió entregar el poder a Valentín Paniagua, quien accedió a ser el presidente transitorio mientras llegó por elección popular Alejandro Toledo (2001-2006), cuya era culminó también por vinculación a un proceso por presunta comisión de delitos de lavado de activos, solución y tráfico de influencias, además de que Perú solicitó a EE. UU. su extradición.
Posterior a él, Perú vivió el estremecedor caso de Alan García, quien gobernó de 2006 a 2011, pero determinó en 2019 quitarse la vida, luego de que sus testaferros confesaran en su contra y se enterara de que la policía iba en camino para detenerlo. A su fallecimiento le sucedió Ollanta Humala, gobernó de 2011 a 2016, pero enfrenta un pedido de 20 años de cárcel junto a su esposa Nadine Heredia, ambos por lavado de activos y vinculados a los tentáculos de Odebrecht.
El país volvió a realizar comicios y entró Pedro Pablo Kuczynski, más conocido como PPK; sin embargo, prefirió salir de su cargo en 2018 antes de que el Congreso realizara también una votación para destituirlo. A ocupar su puesto llegó Martín Vizcarra, quien solo pudo estar dos años en el poder porque el mismo Parlamento lo removió en 2020. Ambos salieron con investigaciones activas que hasta el momento no han dado frutos.
Vizcarra fue sustituido por Manuel Merino, quien también decidió dejar el cargo a tan solo cinco días de haberlo ocupado (vinculado a los asesinatos de dos protestantes a manos de la Policía), por lo que el Congreso tuvo que juramentar a Francisco Sagasti, quien estuvo en el poder hasta la llegada de Pedro Castillo en julio de 2021. ¿Pasará lo mismo con Dina Boluarte? La respuesta a esta pregunta estaría precisamente en el diseño institucional del país, que a diferencia de otros modelos democráticos de la región facilita que tanto el Congreso como el presidente puedan anular las facultades del otro poder, un rifirrafe que vuelve vulnerable cada instancia, el Parlamento cuenta con el mecanismo de la vacancia, mientras el presidente tiene en sus manos el cierre.
No en vano uno de los reclamos constantes de los peruanos consiste en que se pueda establecer un sistema en el que no se mine la gobernabilidad y existan garantías para ambas partes. El país no resiste más gobiernos permeados de corrupción, más congresos fracturados y mucho menos unos desgastantes procesos electorales que desembocan en la salida de los dirigentes elegidos por mandato popular, y ahí es donde estará el mayor desafío para la nueva presidenta, quien deberá lidiar con el descontento popular, fortalecido, como bola de nieve, por una carga histórica.