El reguero de incendios, el apocalipsis de calor o la sequía sin precedentes que han azotado durante este verano a países de Europa Occidental, principalmente, y, en menor medida, a Estados Unidos y naciones asiáticas, no se pueden seguir considerando excepciones climáticas derivadas de condiciones meteorológicas extremas. Enfrentamos una historia que debe ser contada de manera distinta porque la catastrófica magnitud revelada por acontecimientos tan dramáticos indica que esta será, de ahora en adelante, la realidad habitual, crítica sin duda, con la que tendremos que vivir.

Claro está que los impactos de un clima desbocado siempre podrán ser mucho peores. Si definitivamente los esfuerzos en curso no reducen las emisiones de gases de efecto invernadero, causadas por el hombre, en los términos acordados para 2050, no se fortalecen las políticas de mitigación ni se avanza en la transición energética para detener el aumento progresivo de la temperatura, que ya ha comenzado a superar registros históricos, será casi imposible frenar el acelerado patrón de calentamiento en el que se encuentra inmerso el planeta. No hacemos lo suficiente, por eso el dictamen de los expertos nos encara a un horizonte tan incierto como desolador.

Solo en el mes de julio, cerca de 2.200 personas murieron en España por los efectos directos e indirectos de las asfixiantes temperaturas, algunas de ellas como consecuencia de un golpe de calor, mientras trabajaban. Otro de los muchos ruinosos efectos del imparable calentamiento global, cínicamente negado por una banda de inconscientes e irresponsables. Pero los hechos son los que son: la emergencia climática se encuentra tan extendida que las olas de calor “continuarán indefectiblemente al menos hasta 2060”. Quien así lo expresa tiene razones de sobra para declararse preocupado. También lo deberíamos estar todos. Petteri Taalas, secretario general de la Organización Meteorológica Mundial (OMM), dice que la actividad humana “dopó a la atmosfera, tras inyectarle una cantidad descomunal de gases contaminantes, sobre todo de dióxido de carbono, que prolongarán durante décadas la actual tendencia negativa.

Esta perturbadora crisis climática que muchos subestiman porque la perciben demasiado lejos, tiene tentáculos que rebasaron nuestras puertas desde hace rato. La más relevante, la relacionada con la salud física y mental. Es un hecho que el alza de las temperaturas expone a las personas, en especial a las de mayor edad y patologías de base, a riesgos por la fatiga, hipertensión o falta de descanso nocturno. Su bienestar se deteriora no solo de forma directa. También factores adicionales, como la contaminación del aire, la escasez del agua o sus efectos negativos en la producción de alimentos, van minándolo escalonadamente. La acelerada transformación de las condiciones ambientales produce estrés térmico, una sensación de malestar que golpea con dureza a los trabajadores. Mucho más en climas cálidos como el nuestro. El Consejo Colombiano de Seguridad (CCS) calcula que el costo de las pérdidas de productividad en Colombia con base en las horas no laboradas por el fenómeno sería de $11,9 billones entre 2023 y 2030. No es un asunto menor. Las empresas deben tomar acciones urgentes frente al cambio climático y garantizar la salud de sus empleados, sobre todo de quienes soportan altas temperaturas.

El desastre es casi general, pica y se extiende. Lo sucedido en Europa no es una circunstancia extraordinaria ni distante, como muchos lo asumen, quizás por desinterés o desaprensión. Guardadas las proporciones, también el Caribe colombiano y, puntualmente Barranquilla y el resto del Atlántico, han afrontado oleadas de calor, torrenciales lluvias, implacables sequías o peligrosas inundaciones, con impactos calamitosos. Hay que entender, con dosis justas de realidad, que todo lo que pasa demanda acciones de adaptación y mitigación para intentar ralentizar, con suerte, sus posibles efectos sociales y económicos. Es una lucha contra el tiempo. Que a nuestra dirigencia no se le haga tarde.