Como nunca antes, Colombia asiste a un brutal baño de realidad sobre una de sus peores tragedias: la del secuestro de miles de civiles y miembros de la fuerza pública por parte de las extintas Farc. Casi seis años después de la firma del Acuerdo de Paz, el momento de asumir responsabilidades por fin ha llegado. En la primera jornada de una audiencia pública de tres días, convocada por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), los siete miembros del último secretariado de la guerrilla –su máximo órgano de dirección– se sentaron de frente a sus víctimas para reconocer el inmenso sufrimiento físico y moral que les causaron, al privarlos de su libertad durante años imponiéndoles los peores suplicios. No solo a ellas, también a su entorno afectivo. Sin perder en ningún momento la dimensión de este edificador acto que cimienta la reconciliación de un país roto por la inacabable desgracia del conflicto armado, nada de lo que puedan decir los imputados ex jefes de las Farc justificará las monstruosidades que cometieron.

Su infame política de retenciones para financiarse, forzar el intercambio de guerrilleros y mantener el control territorial, convirtió a esta organización armada ilegal en una “fábrica de odios y dolor” que decidió, de manera consciente y sin compasión alguna, traspasar todos los límites de humanidad, al punto de anular por completo la dignidad de sus víctimas, sometiéndolas a asesinatos, torturas, tratos crueles, violencia sexual, desapariciones y desplazamiento forzado, bajo supuestos argumentos revolucionarios. Quienes dieron las órdenes para poner en práctica esta barbarie, catalogada con gran acierto por la JEP como crímenes de guerra y de lesa humanidad, están obligados a reconocer la gravedad individual y colectiva de sus atroces hechos, aportar verdad sobre lo sucedido y remediar el daño provocado. Se lo deben a las víctimas, en primera instancia y luego, al resto del país que merece dejar atrás este espanto.

Como era de esperarse, los relatos de las víctimas en la audiencia se centraron en los desgarradores padecimientos de sus prolongados e injustos cautiverios. Con la fortaleza de quien ha sido capaz de perdonar para liberarse de la esclavitud del rencor, formularon tajantes reclamos de mucha más verdad, absoluta justicia, reparación y garantías de no repetición. Está claro que no se sienten satisfechos ni tranquilos con la información obtenida hasta ahora. Uno de los más contundentes, el de Orlando Beltrán, ex representante a la Cámara por Huila, quien en un arranque de franqueza, y sin perder la compostura, llamó a los ex jefes de Farc “manada de asesinos y criminales que merecen el repudio de la sociedad colombiana”, para luego indicar que “hay que pasar esta página de dolor porque es mejor la paz que la guerra prolongada”. Comprensible posición que confirma una premisa de sentido común, además de enorme valor en la justicia restaurativa: si no se lucha contra la impunidad, no será posible superar los efectos de este conflicto, lo cual es indispensable para consolidar la anhelada reconciliación nacional.

Del lado de los ex líderes de las Farc, uno a uno, aceptaron sus responsabilidades. Hablaron de sentirse avergonzados, de cómo la ceguera hacia quienes consideraban sus enemigos los llevó a ser crueles, del descontrol sobre sus hombres y de tantas situaciones salvajes que, antes y ahora, eran evidentes porque vulneraban los derechos humanos, pero que para ellos, como combatientes, resultaban justificadas. Ahora será la Sala de Reconocimiento la que establezca si sus testimonios cumplen con el estándar, de acuerdo con el grado de verdad y aceptación de culpa. Luego, se emitirá la condena que podrá no implicar privación de libertad y en todo caso se enfocará en la reparación a las víctimas, las mismas que insistieron en que falta verdad plena, detallada y exhaustiva. Aún existen demasiadas preguntas sin respuestas que los ex-Farc deben esforzarse por solventar por el bien de este histórico proceso en curso. Depende de ellos calmar el dolor que su implacable máquina de muerte desató.

La llegada del primer presidente de izquierda del país, Gustavo Petro, quien militó en un grupo armado al margen de la ley –el M-19–, que apostó por la paz hace más de 30 años, abre nuevos caminos para fortalecer este escenario. Sus más de 11 millones de votantes demuestran que hay una categórica voluntad popular para consolidar la paz y promover los derechos humanos. Es tiempo de humanizarnos y de avanzar hacia una nación donde prevalezca la esperanza, no la arrogancia ni la indolencia de la guerra.