Barranquilla ofrece una nueva lección de resiliencia, tras lo peor de la pandemia, y echa a andar una de sus apuestas más desafiantes, el Plan Maestro para la Recuperación Integral de la Ciénaga de Mallorquín. En el horizonte, afortunadamente no tan distante, este proyecto del Distrito –concebido a través de unidades funcionales autónomas financiadas con recursos propios que empezarían a ser entregadas en 2022– será un catalizador para generar riqueza, empleo, desarrollo ambiental sostenible, bienestar social e identidad de los ciudadanos alrededor de este privilegiado espacio natural, al que inexcusablemente se le dio la espalda. Un error histórico con enormes implicaciones socioeconómicas y ambientales que exige ser resuelto cuanto antes.
Abordar con determinación los retos planteados por esta iniciativa de desarrollo sustentable debe ser prioridad para la administración local si se quiere avanzar con paso firme en la acertada decisión de convertir a Barranquilla en una biodiverciudad. La recuperación de sus cuerpos de agua, protección de recursos naturales y freno a la contaminación y crecimiento urbano desordenado son exigencias inaplazables por más tiempo, en el propósito de detener el acelerado detrimento de nuestros ecosistemas. Evitar que la calidad del agua siga deteriorándose y descontaminar la ciénaga, convertida desde hace tiempo en un sumidero de materia orgánica que recibe aguas residuales del arroyo León, el río Magdalena y el mar Caribe, son parte esencial del ambicioso proyecto –valorado en $300 mil millones– que también contempla el ordenamiento y la limpieza de la playa de Puerto Mocho, así como la recuperación de la fauna y la flora de este sector vital para la protección natural de la erosión marina.
Todas estas acciones indispensables para consolidar a Mallorquín como el gran pulmón ecoturístico de Barranquilla no pueden pasar por alto la vulnerabilidad socioeconómica presente en el barrio Las Flores y en el corregimiento de La Playa, donde se estima residen unas 20 mil personas, parte de ellas en pobreza extrema, que podrían ser impactadas directa o indirectamente por la puesta en marcha del Ecoparque. Su inclusión mediante modelos de gestión turística planificados, concertados con sus líderes, podría ser el mecanismo para integrarlas a una nueva dinámica de relacionarse con el territorio en el que habitan, reubicando en ese mismo sector a quienes están en zonas de riesgo. A un lado de la balanza está el componente de desarrollo económico y social, que les permitiría obtener recursos a través de estrategias de empleabilidad, como operadores de las actividades turísticas previstas, por ejemplo. Al otro, el compromiso de ser guardianes o veedores del renovado patrimonio natural evitando su degradación, lo que requerirá campañas de pedagogía ambiental y el acompañamiento permanente de la institucionalidad para ponerle coto a las invasiones y al vertimiento de basuras y aguas residuales a la ciénaga.
Hace un lustro, el Gran Malecón del Río, eje dinamizador de la economía local, era una zona degradada a la que nadie consideraba acercarse. Hoy es reconocido en Colombia como ejemplo de democratización del espacio público. No es posible crear empleos ni ofrecer oportunidades reales de mejora en el bienestar social de comunidades vulnerables si nada cambia y se dilatan proyectos de transformación urbana destinados a mitigar el impacto de la crisis climática en la biodiversidad. El Ecoparque de Mallorquín, con su paseo peatonal, tren turístico eléctrico o muelles para practicar deportes acuáticos sin motor, acercará la naturaleza a la ciudadanía en un tiempo definitivo en el que la emergencia climática demanda cambios estructurales en nuestra deficiente cultura ambiental. Pero, sin duda, es también una oportunidad para favorecer la economía de poblaciones empobrecidas, sin mayores opciones, que merecen ser parte de un proyecto ilusionante e inspirador que nos convoca a todos a fortalecer nuestro sentido de pertenencia a Barranquilla.