En Colombia, 709 mujeres han sido asesinadas en 2020, según datos de Medicina Legal con corte al 31 de octubre. La gran mayoría, entre los 20 y 34 años. Otras 30.540 han sido víctimas de violencia intrafamiliar y a 12.850 les han practicado exámenes médico legales por un presunto abuso sexual. La violencia de género con sus múltiples caras: física, psicológica, sexual y económica, cada una tan atroz como la otra, no da tregua en el país. Es una peste peor que la pandemia para la que lamentablemente no hay vacuna, así que nadie puede bajar los brazos.
Alarmantes datos reconfirman la narrativa de una cultura machista, arraigada y extendida en toda la nación que somete a las mujeres a vivir con temor a ser agredidas o violentadas por su condición de género. Esta intolerable falta de respeto que revela la crueldad de hombres reconvertidos en victimarios, maltratadores y asesinos, incapaces de valorar y reconocer la dignidad e igualdad propias de las mujeres, encuentra amparo en la lacra de la impunidad.
Si no se avanza en acciones en contra de la naturalización de las distintas violencias contra niñas, jóvenes y adultas mayores propiciando mecanismos orientados a acabar con los desequilibrios en las relaciones de poder y a transformar las estructuras patriarcales y dominantes, las mujeres seguiremos estando expuestas a ser víctimas de acoso sexual y de otras formas de violencia de género. Quienes lo hemos padecido, no lo queremos para nuestras hijas, ni para las nuevas generaciones que merecen un mundo justo e igualitario, con las mismas oportunidades que los hombres y, sobre todo, libre de la ignominia de los abusos y agresiones.
Cada paso cuenta. Creerles a las víctimas es importante. Visibilizar su dolorosa experiencia, también. Su atronador silencio, impuesto por sus verdugos y arropado por una sociedad indolente y cómplice, nos interpela a todos. Las sobrevivientes de violencia física o sexual no deben seguir ocultando sus desgarradoras historias por miedo al qué dirán, a las represalias o a ser juzgadas. Cuestionarlas, como ocurre tantas veces en entornos familiares, laborales o sociales, no solo las estigmatiza, sino que empodera a los autores de estos delitos. Denunciarlos es un imperativo moral del que nadie puede desligarse, ni siquiera sus más allegados.
Que a nadie le quede grande acompañar a las víctimas, ni allanar el camino para que la igualdad de género sea una realidad en el mediano plazo, a pesar de los retrocesos generados por la crisis de la Covid-19 en asuntos tan prioritarios como el empoderamiento económico, avances en salud y acceso a la educación de las mujeres. Trabajar para reducir las brechas de género en el mercado laboral y en los escenarios de poder político y toma de decisiones, donde aún persisten los odiosos ‘techos de cristal’ son tareas inaplazables para gobiernos, entidades públicas y privadas, así como para organizaciones de todos los ámbitos que no pueden permitirse seguir fracasando en el objetivo de ponerle fin a la inequidad de género y a la violencia contra niñas y mujeres.
La recuperación de la pandemia, que exige un enfoque de género por la enorme afectación en la calidad de vida de las mujeres, puede impulsar su lucha si se da cabida a una nueva realidad más incluyente y equitativa, en la que sus necesidades sean tenidas en cuenta en las leyes, políticas públicas y prácticas dispuestas para lograr la reactivación económica y social.
Ningún hombre tiene derecho a maltratar, abusar, acosar, agredir, presionar o acudir a cualquier forma de violencia contra las mujeres para lograr sus objetivos. Que cada insulto, golpe o asesinato de una niña o una mujer, en Colombia, duela e incomode al que haga falta. Que el mundo entero sepa que no estamos solas.