Toda vida arrebatada por la irracionalidad de la violencia criminal aflige, pero cuando las víctimas de la barbarie homicida de los señores de la guerra son menores de edad y personas muy jóvenes el desconsuelo resulta infinito porque tiene sabor a amargura y desesperanza por el futuro truncado, por el porvenir que no fue. En menos de una semana, en tres hechos repudiables, hombres armados asesinaron a 16 colombianos menores de 25 años, algunos de ellos de apenas 12 y 14 años.

Escalofriante desprecio por la vida que confirma el recrudecimiento y la degradación de un conflicto sin fin que sacude a muchas regiones del país sumidas de manera histórica en el olvido de la institucionalidad y en la hipócrita indolencia de las mayorías. Buena parte de las masacres en Colombia son anunciadas. Lo ratifican las desatendidas alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo o las denuncias de líderes sociales y comunitarios nunca tramitadas.

Frente a las matanzas y sus incontables víctimas es devastador comprobar cómo cambian los tiempos, los lugares y los deudos, mientras la sistemática violencia persiste, así como las causas que la origina, entre ellas la disputa de los armados ilegales por el control social y las economías ilícitas de los territorios donde hacen presencia. Macabras estrategias para sembrar terror, aniquilar la cohesión social de las comunidades y fortalecer sus temibles planes de expansión. En la mira de estas estructuras criminales, los jóvenes, siempre los jóvenes más humildes.

Cómo olvidar el dolor del que fui testigo, la pena que estremecía a unos muchachos que, grabadora en mano recorrían el cementerio de Barrancabermeja interpretando canciones de despedida para sus amigos asesinados en el barrio La Granja el 19 de marzo de 1997. José Luis, Carlos y Néstor no tenían más de 23 años. ¡Cuánto desconsuelo! 14 meses después, el 16 de mayo de 1998, las Autodefensas Unidas de Santander y sur de Cesar, Ausac, al mando de alias Camilo Morantes, incursionaron en el puerto petrolero y mataron a 7 personas y se llevaron a otras 25, que luego asesinaron. Muchas de esas víctimas eran menores o muy jóvenes como los mellizos Diego Fernando y Ana María Ochoa de 20 años. Historias de una Colombia que duele, sobre todo porque la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición siguen sin llegar.

¿Se conocerá toda la verdad acerca del crimen de Óscar Andrés, Laura Michel, Campo Elías, Daniel, Bayron, Rubén Darío, Jhon Sebastián y Brayan Alexis que departían en una vivienda de la vereda Santa Catalina del municipio de Samaniego, occidente del departamento de Nariño, donde también se reportó la muerte violenta de otra joven, Yésica, en un hecho aislado? ¿Habrá justicia para Juan Manuel, Jair Andrés, Jean Paul, Leyder y Álvaro José, los niños de 14 y 15 años asesinados en un cañaveral ubicado detrás del barrio Llano Verde, en Cali? ¿Qué reparación tendrán las familias de Cristián y Maicol, de 12 y 17 años, asesinados en el corregimiento Santa Lucía, en Leyva, Nariño, cuando iban a dejar su tarea en la escuela?

Entre las hipótesis de las autoridades, retaliaciones de los grupos ilegales: ELN, disidencias de las FARC y el Clan del Golfo, entre otros, por las rentas criminales del narcotráfico; enfrentamientos por los corredores estratégicos y rutas de salida de las drogas o represalias contra la población por posibles incumplimientos de la cuarentena, de acuerdo con alertas tempranas emitidas por la Defensoría del Pueblo.

Detener la criminalidad que sin Dios ni ley expande a sangre y fuego su malévolo plan para controlar espacios del suroccidente del país, mientras hace lo propio en otras regiones, como el sur de Córdoba o los Montes de María, exige una vigorosa presencia del Estado a través del despliegue o el establecimiento de la Fuerza Pública, que debe ser implacable contra estas organizaciones ilegales y sus condenables formas de violencia que arrinconan y someten a la población civil, irrespetando su vida e integridad.

Sin embargo, ninguna estrategia de seguridad será sostenible ni frenará la violencia que carcome a los territorios de la Colombia profunda si no se acompaña de una sólida oferta institucional que garantice servicios de educación, salud, vivienda, justicia, alternativas económicas legales o la realización de proyectos productivos rentables con bienestar social para sus habitantes. En otras palabras, el Estado debe comprometerse a saldar, lo antes posible, la deuda histórica que tiene con estas poblaciones para devolverles el derecho a una vida digna, con seguridad y en paz.

Que a todos nos duela, como si fuera propia, la muerte de estos niños y jóvenes. No más apatía, indolencia o indiferencia.