Noventa agresores sexuales de menores de edad acaban de ser capturados en todo el país como resultado de una jornada que adelantó la Fiscalía General de la Nación para judicializar a los responsables de estos aberrantes abusos. 38 de los detenidos hacen parte del núcleo familiar de las víctimas. Entre ellos, un sargento activo del Ejército Nacional adscrito a un batallón de infantería de Antioquia, acusado de atacar sexualmente a su hijastra y quien fue imputado por acceso carnal abusivo con menor de 14 años. También fue acusado de este mismo delito el pastor de una iglesia cristiana de Nariño que se ganó la confianza de su comunidad para abusar de menores de edad que acudían a sus cultos.
Cuesta entender el nivel de perturbación mental de estos sociópatas que llevan una vida pública como paradigmas de la sociedad, cuando en realidad son unas bestias que desprecian y pisotean los derechos de niñas, niños y adolescentes. Leviatanes, maestros del cinismo y del engaño, que solo buscan satisfacer sus más irracionales deseos cuando nadie los ve. Arrogantes y crueles, no sienten el menor remordimiento por sus acciones criminales.
En Colombia, donde cada 23 minutos una mujer es víctima de violencia sexual, el 87% de ellas son niñas y adolescentes abusadas – en 7 de cada 10 casos – por familiares y en sus propios hogares. Una realidad demoledora, que exige estar alerta, porque los depredadores sexuales no están al acecho de sus víctimas inermes en campos solitarios o calles oscuras; estos monstruos miserables que no son imaginarios, sino de carne y hueso, se esconden debajo de las camas, pero para meterse en ellas en el momento menos esperado. Manipulan, mienten y hacen todo el daño posible para salirse con la suya y hacerle creer a quienes agravian con sus actos desenfrenados que la culpa fue de ellas. Intolerable bajeza moral sin límites, propia de quienes no tienen el más mínimo escrúpulo.
La abogada Viviana Vargas Vives, según su propia denuncia, fue violada cuando tenía 6 años. Le tomó más de 25 años, como ella misma señala, “reunir las agallas para dar este primer paso”, y anticipa que no callará por más tiempo. Ejemplar. Su relato, que ha estremecido por la franqueza y honestidad de sus palabras y por el privilegiado entorno en el que se produjo el abuso sexual, confirma que no existe garantía de espacios seguros para los menores cuando desafortunadamente hay un violador cerca.
La señora Vargas, superando su miedo y vergüenza, asume que llegó el momento de romper su silencio. De manera desafiante, como toda la sociedad debe hacer, mira de frente y a los ojos a ese monstruo que le opacó el color a su vida, que le arrebató su dignidad y su honra en unos pocos minutos. Una culpa totalmente inmerecida que ha cargado durante más de 25 años y que hoy está dispuesta a denunciar ante la Fiscalía, buscando justicia en un país donde resulta una vergüenza que la impunidad de los delitos sexuales supere el 90%. El intolerable imaginario machista y patriarcal que lo permea todo y revictimiza sin piedad a quienes se atreven a acusar.
Más allá del debate jurídico sobre si prescribió o no la acción penal del caso – el abogado de Vargas dice que aún se está dentro del término de ley – esta denuncia, que venció toda barrera del tiempo y el dolor, es una puerta que allana el camino para que muchas más víctimas se atrevan a avanzar en la búsqueda de verdad, justicia y reparación, cercando a los perpetradores de estos crímenes y visibilizando situaciones que a nadie le gusta ver y menos poner sobre la mesa. Hay que hablar, y en voz alta, de estos comportamientos que no son normales, no son temas de familia, son inaceptables delitos que todos, independientemente de la condición socioeconómica, deben rechazar. Basta de excusas, de mirar al otro lado como intentando normalizar el acoso, el abuso o las agresiones sexuales. No es más valiente el que calla, sino aquel que denuncia desatando tormentas capaces de arrasar con la indiferencia, la culpa, el sufrimiento y el silencio cómplice de años de ignominia. Que así sea.