Con el ímpetu propio de su edad, la juventud ha tomado el testigo en la larga y dura batalla de las dos últimas generaciones contra una determinada forma de entender la producción y el consumo que ha impactado negativamente en el medio ambiente, provocando unas alteraciones inquietantes en el clima y el progresivo agotamiento de los recursos naturales.
La marcha que realizaron ayer decenas de miles de jóvenes en todo el mundo para exigir un cambio cultural frente a tal amenaza fue un aldabonazo a la conciencia de todos, que haríamos mal en desdeñar. Bajo el liderazgo natural de la sueca Greta Thunberg, estos muchachos nos están advirtiendo, con coraje y sin circunloquios, que cada vez se hace más tarde para reaccionar ante ese desafío de dimensiones inconmensurables. Nos están echando en cara a los mayores la irresponsabilidad, o al menos la parsimonia, que hemos exhibido durante años frente al problema.
Es cierto que con el paso del tiempo se ha desarrollado una mayor conciencia sobre la necesidad de preservar el medio ambiente, y algunos países han aplicado políticas conservacionistas más valientes que otros. También es verdad que se han activado mecanismos multilaterales, como el Acuerdo de París contra el Cambio Climático, para comprometer a los países firmantes a adoptar unas normas concretas frente al fenómeno. Sin embargo, todas esas iniciativas resultan aún muy tímidas ante la gravedad del desafío. Y hay que tener en cuenta que dos países esenciales para poder llevar a buen puerto un proyecto de esta envergadura -China y Estado Unidos- no se encuentran en el acuerdo. El régimen de Beijing nunca lo firmó, y el presidente Trump, en una de sus primeras acciones de gobierno, retiró a EEUU alegando que iba a contravía de los intereses económicos de su nación.
El panorama no es, por tanto, alentador. Y esa sensación de que nos encontramos en un remolino explica en buena parte el estallido de los jóvenes, que son quienes están recibiendo el planeta que hoy construimos. Seguramente habrá quienes intenten menospreciar el naciente movimiento juvenil contra el cambio climático, alegando la falta de conocimiento que puedan tener los manifestantes, por su corta edad, sobre un tema de alta complejidad científica.
Pero, como señalábamos con anterioridad, sería un error craso no escucharlos. Es obvio que algo está crujiendo en nuestro modelo, como lo han reconocido ya numerosos expertos nada sospechosos de ser enemigos del ‘establishment´, y hay que practicar sin prejuicios todos los ajustes o las trasformaciones necesarios antes de que no haya vuelta atrás.
Cuidar del medio ambiente es una tarea de todos. Cada cual puede poner su grano de arena en esta cruzada. Pero, por supuesto, la mayor responsabilidad recae sobre los líderes políticos y empresariales. Los primeros están en la obligación de actuar sin vacilaciones, descartando incluso la ejecución de proyectos que puedan resultar atractivos económicamente en el corto plazo pero perjudiciales ambientalmente en un horizonte más distante. Los segundos pueden contribuir invirtiendo, mucho más de lo que hoy ya estén haciendo, en tecnologías que conduzcan a un sistema productivo amigable con el entorno natural.
Sí. Sabemos que se han dado pasos significativos en el pedregoso camino contra el cambio climático. Y se siguen dando. Pero está claro que aún son muy insuficientes, como nos lo han recordado, una vez más, y con contundencia, Greta y los jóvenes manifestantes.