Con enorme pesar recibimos la muerte de Aretha Franklin, la ‘Reina del Soul’, considerada por la crítica especializada y por millones de amantes de la música como la mejor cantante del siglo XX.

Sin su influencia determinante, este género musical afroamericano, hijo del Rhythm & blues, no hubiese explotado como un mar de agua fresca en el escenario mundial, a finales de la convulsionada década de los sesenta.

No sobra un paréntesis para recordar que el soul, y en general las músicas negras norteamericanas han sido una de las influencias fundamentales en los géneros de nuestro Caribe; el Reggae de Jamaica, por ejemplo, es sobrino nieto del soul, y a su vez es el abuelo ilustre del reguetón de nuestros jóvenes. Así que la presencia de la diva de Memphis también está presente, de algún modo, en los sonidos que pueblan las discotecas de nuestras ciudades.

Venerada por artistas de todos los géneros, desde Frank Sinatra hasta los Rolling Stones, pasando por el director y compositor clásico Leonard Bernstein, Aretha fue premiada con 17 premios Grammy, condecorada con Medalla de la Libertad por el presidente Bush, y fue la primera mujer negra en aparecer en la portada de la revista Time, entre muchos otros reconocimientos.

Pero, la importancia de Aretha Franklin en la cultura popular fue más allá de su voz privilegiada y de su contundente presencia escénica; en una época en que la comunidad negra sufría los efectos de la segregación racial, la pobreza y la escasa atención por parte de amplios sectores de la sociedad estadounidense, la artista asumió como un deber el usar la música como un medio para defender los derechos raciales. Asimismo, no pocas veces eligió grabar temas que sirvieron para contribuir con la lucha por la liberación femenina.

Así que, desde diferentes frentes, como cantante, como afroamericana y como mujer, Aretha se erigió como un ícono popular, y confirmó el poder de transformación social que tiene la música. Respect, quizás su interpretación más famosa, se convirtió en un himno del empoderamiento de las mujeres y, a la vez, de la comunidad negra que en el momento de su grabación −1967, cuando la cantante apenas contaba con 25 años− luchaba por sus derechos civiles.

El mundo extrañará a la matriarca desaparecida, pero con seguridad encontrará consuelo en su extensa discografía, en la profundidad de su arte, en su historia de su activismo social. El legado de Aretha Franklin, por fortuna, no morirá jamás.