Hace 65 años se firmó el armisticio que suspendió los combates de la Guerra de Corea, cuya principal consecuencia fue la división territorial de un país, la separación de familias, la fractura de una identidad nacional forjada durante milenios, y la obligación de que una nación escondida por cuenta de los intereses de las potencias siguiera su viaje por caminos distintos.

Desde entonces hablamos de las dos Coreas: la del sur, próspera y occidentalizada; y la del norte, aislada y beligerante. Pero no han dejado de ser lo que eran en 1953: una sola nación separada a la fuerza, y que sigue en guerra, ya que la tregua firmada hace más de seis décadas nunca se convirtió en un verdadero tratado de paz.

La península de Corea ha vivido más de medio siglo de tensión e incertidumbre, no solo por cuenta de las relativamente nuevas amenazas armamentistas de Kim Jong-un, el líder del norte, sino porque en la zona perviven los intereses estratégicos de medio mundo. Es por eso que la reunión del joven y enigmático heredero del poder comunista de Pionyang con el presidente de Corea del Sur, Moon Jae-in, genera tanto optimismo.

Los alcances de este acercamiento están por verse, pero resulta innegable que si persiste la voluntad política de ambos gobiernos y el acompañamiento internacional, al menos disminuirá la fragilidad del cese de hotilidades, y la paz tendrá una oportunidad de convertirse en una realidad permanente.

Sin embargo, la consolidación de las realaciones entre ambos países es preciso que Estados Unidos y China jueguen un papel activo, facilitador no solo de reuniones y firmas, sino también de soluciones prácticas que tienen que ver con acuerdos sobre armas, estímulos al comercio y, por supuesto, la flexibilización del bloqueo occidental a la Corea comunista.

Revivir los lazos milenarios que existen entre estas dos naciones que se saben una sola, contribuirá con la estabilidad de toda la región, ahuyentará los vientos de guerra que parecen inmunes al paso del tiempo, y le dará un giro positivo a las prioridades de la diplomacia internacional.

Pero este encuentro histórico tiene un valor superior a las practicidades de la política: sanar las heridas, tender puentes, propiciar coincidencias, redescubrir espacios comunes que permitan sembrar la semilla que en un futuro, ojalá cercano, que conduzca a los dos países a ser lo que nunca han debido dejar de ser: una sola nación.

Es necesario celebrar la reunión de los líderes de las Coreas, y hacer votos para que creen un clima propicio para la paz y la reconciliación, dos cosas que el mundo necesita con urgencia.