En un lugar de Riohacha, cerca del cementerio central, se elaboran los mejores pastelitos de cazón de la ciudad. La ventana de oportunidades para adquirirlos se abre cerca de las seis de la tarde y se cierra unos minutos después de las siete de la noche. Las filas de los vehículos en donde van sus ansiosos consumidores pueden alcanzar las dos cuadras. No obstante, algunos de ellos no obtendrán el producto deseado porque estos se agotarán con la compra de quienes llegaron primero. Esta escena se repite a diario dado que quien los vende solo prepara cincuenta pastelitos con masa de maíz pilado y rellenos de un exquisito salpicón de pescado tierno. La solución puede parecer fácil: aumentar la producción y así expandir el número de consumidores con lo que obtendría mayores utilidades, pero el dueño de este puesto de fritos se niega con obstinación a aplicar esta fórmula que corresponde a una lógica del mercado.
Este tipo de comportamientos puede ser encontrado en otros puestos de cocina. En un antiguo barrio de marineros de dicha ciudad se elaboran deliciosas arepuelas de huevo con masas anisadas y dulces. Los compradores llegan en las primeras horas de la mañana y deben esperar su turno. Sin embargo, el orden de llegada no determina la entrega del producto. Los vecinos, amigos y conocidos, considerados compradores habituales con alto grado de fidelidad, recibirán primero las arepuelas. Los turistas o extraños quienes son considerados clientes ocasionales con un menor o ningún grado de fidelidad, deberán esperar.
Lejos de caer en la fácil tentación de descalificar estas conductas debe comprenderse la lógica subyacente que orienta estas prácticas aparentemente antieconómicas. Algunos vendedores privilegian el ámbito de lo pequeño frente a la oportunidad de aumentar la escala de su producción que le ofrece el mercado. Existe una economía moral de las multitudes como lo observó el historiador Edward Thompson quien investigó la historia social del siglo XVIII en Inglaterra, Este autor buscó entender las confrontaciones entre una innovadora economía de mercado y la economía moral de las multitudes a partir de la ética y de la moral, que no se fundamentan en la ética cristiana, sino desde los códigos de la vasta y rica cultura popular. En ellas se fijan la barrera entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo aún aceptable y lo intolerable.
Algunos dueños de puestos de cocina en barrios tradicionales de las ciudades o en pequeñas poblaciones rurales otorgan en sus transacciones un peso significativo a las relaciones de reciprocidad con sus vecinos, parientes y conocidos. Se guían por nociones informales de justicia y se perciben a sí mismos como prestadores de un servicio social dirigido tanto al abastecimiento de su localidad como a la protección colectiva frente al hambre y la escasez. Las propuestas de cambiar la escala de su producción las ven como una exigencia de mayor esfuerzo físico a sus cuerpos y más horas de sacrificio individual. Ello quizás aumentaría sus utilidades, pero al costo de cambiar sus propias vidas y reducir el tiempo destinado a su propio sentido de la felicidad.
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