Alguien dijo que la infancia es un país lejano y eso nos parece aún más certero cuando comparamos los rígidos preceptos de la Semana Santa en nuestros primeros años con el carácter vacío y ligero que se le otorga en el tiempo actual. El recogimiento era tan profundo que algunos de esos rituales religiosos podían originar un perdurable temor en nuestras mentes infantiles. En las iglesias se envolvían y ocultar las figuras religiosas en telas de color morado que nos inducían a soñar con el sangrante rostro de Cristo. Las procesiones estaban plenas de densas emociones y la gente seguía conmovida el hermoso rostro de la dolorosa en su ruta lacerante tras la búsqueda angustiosa de su hijo, cuyo destino estaba ya en manos de los ásperos soldados romanos.

Esos días estaban llenos de prescripciones minuciosas como las de preparar dulces y potajes para obsequiar a los vecinos. Uno de los momentos más duros era la clausura del mar durante los días santos. Ese espacio acuático quedaba vedado a los baños juveniles por el temor de que las niñas se convirtieran en sirenas y los niños en peces monstruosos o en caimanes de aguja. Los campesinos evitaban adentrarse en el monte y narraban historias que juraban eran rigurosamente ciertas, en las que niños recogidos por personas que cabalgaban se transformaban en el mismísimo diablo con pezuñas y colmillos descomunales.

Llegado el viernes santo era como si el universo entero ingresara en una UCI y la humanidad quedase desprotegida ante la muerte de Cristo. Se hablaba bajo, se evitaba el esfuerzo físico, se suspendían los juegos y había una atmosfera luctuosa y de dolor porque hasta el domingo de resurrección el mundo entraba en una especie de limbo incierto que podría amenazar su misma continuidad. La radio de entonces, que en mi región eran principalmente emisoras venezolanas, emitía amenas historias bíblicas, suspendía los ritmos tropicales y una música solemne predominaba en la programación.

No todo el mundo acogía los días santos con ese carácter ceremonial. Uno de mis tíos abuelos llamado Rafael, hombre liberal y pragmático, solía contarme anécdotas de la Semana Santa que nos sacaban momentáneamente de esa atmósfera dramática. Contaba por ejemplo lo ocurrido al expresidente, magistrado y distinguido exponente del Olimpo Radical José María Rojas Garrido, quien vivió en el siglo XIX. Este personaje de la vida pública del país era un connotado y recursivo orador y escritor que se caracterizaba por su acentuada postura anticlerical. Encontrándose en Bogotá un viernes santo, mientras sus habitantes escuchaban el sermón de las siete palabras o estaban recogidos en sus piadosos hogares, se dedicó a consumir licor con mucho entusiasmo. Al final de la tarde en supremo estado de embriaguez Rojas Garrido trastabillaba por las empinadas callejuelas del barrio de La Candelaria cuando un niño de la calle, al ver al distinguido personaje en ese trance, le advirtió: –Cuidado, maestro, que se puede caer–. A lo que este le respondió, ya en plena mística: – “Que importa que la humanidad tambalee si hoy la divinidad sucumbe”.

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