Paulo llegó a El Dorado faltando un cuarto para las cinco de la mañana, aún no lo sabía, pero ya lo daban por muerto.
Parqueó su Nuevo Escarabajo en el primer sitio disponible y se fue directo a la terraza de comidas. A esa hora no había mucho de donde escoger, de modo que se conformó con un cappuccino y un par de panecillos de miel de maple. Luego caminó al muelle internacional y esperó. Los viajeros fueron llegando poco a poco. Uno, sin equipaje, se acomodó en una silla cercana y comenzó a hojear nervioso una revista de peluquería. De vez en cuando levantaba la vista, observaba y volvía sus ojos al papel.
Solo cuando Paulo descubrió a Etiana confirmando su vuelo, se apresuró a tomar una sección cualquiera del periódico y fingió concentrarse en la lectura. Sin embargo, pronto comprendió que no tenía otro camino que olvidarse del orgullo. Se acercó, estrechó la mano a unos pocos amigos comunes que habían ido a despedirla y la tomó del brazo para conversar. Ella accedió, pero luego de unos minutos cambió de opinión. Adujo que tenía que pasar a la sala de espera y le dijo adiós con un rencor inusitado. «Usted para mí ya no existe», le gritó mientras se alejaba.
Paulo regresó al grupo e hizo algunas bromas para disimular. Cuando por fin el Airbus A330 desapareció entre la bruma, más allá de la sabana interminable, la amargura apenas si le dejó comprender la gravedad de la situación. Se despidió de todos con un abrazo de náufrago. Fue Julián quien le dijo que manejara con cuidado. Le recordó una que otra precaución de carretera y, por último, le aconsejó acostumbrarse a las pataletas de Etiana. «Ya la conoces —dijo, palmeándole la espalda—, digna hija de su madre». Luego se ajustó la bufanda, y sin reparar en la llovizna salió al encuentro de un taxi.
Tres horas después, un peculiar mensaje de WhatsApp lo sacó de las cobijas: «No hay como el bagre en salsa de coco para sacar la tusa». Julián examinó el reloj en su apartaestudio de La Candelaria y se sintió en verdad preocupado de que Paulo ya estuviera desayunando en Honda. Se incorporó y caminó descalzo a la cocina. Mientras preparaba una infusión descafeinada, comprendió que su amigo llevaba todo cuanto necesita un viajero en ruta hacia el Caribe: un New Beetle rojo y potente, una respetable provisión de discos compactos y, lo mejor, un viernes de junio apenas despuntando. Lo llamó y le recomendó una vez más que no corriera. Paulo sonrió y le dejó muy en claro a su amigo que la muerte no estaba en sus planes, que lo único que podría matarlo sería el guayabo de Puerto Colombia.
Sin embargo, esta viñeta a tumba abierta, y otras cosas que ignoramos ya habían sido escritas en su obituario…