Nací y fui bautizada como católica, estudié en colegio católico y mi tío es sacerdote. Cualquiera pensaría que desde siempre he creído en Dios, y aunque siempre decía que sí en palabras creo que hasta hace poco era tan solo de boca pa’ fuera.
Sí, una gran parte de mí quería creer que había algo superior, que había algo capaz de controlarlo todo y saberlo todo, pero cada vez que escuchaba una tragedia me costaba creer que pudiese existir un Dios tan cruel. Un Dios tan ausente. Un Dios tan castigador.
Hasta que por fin lo sentí presente. Hasta que por fin, en medio del dolor y la angustia, sentí que no estaba sola. Hasta que por fin tuve fe, confié en Él, y sin que importara el desenlace me dejé llevar por su amor.
Sé que para algunos esta columna es ridícula, pues estamos tan acostumbrados a vivir en una sociedad sin Dios, que para muchos es motivo de burla. Pero hoy sé más que nunca que es mi deber hablar de Él, de su grandeza y de su misericordia.
Y es que cuando hablo de Dios no hablo de religiones, pues creo profundamente que todas le hablan al mismo. Cuando hablo de Dios no hablo de seguir al pie de la letra la Biblia, porque tengo claro que hay muchas metáforas, y que la sociedad no es la misma que la de hace dos mil años. Cuando hablo de Dios no hablo de creer que en las iglesias no ha habido históricamente grandes manchas, pues al fin y al cabo están lideradas por seres humanos, quienes también son capaces de olvidar que Él existe.
No, cuando hablo de Dios hablo de creer que hay alguien que siempre está a nuestro lado, inclusive cuando estamos viviendo los momentos más difíciles. Que Dios no es solo el que evita que sucedan tragedias, sino el que nos da fortaleza para aceptar el destino y seguir caminando hacia adelante. Que Dios no nos deja solos, sino que somos nosotros los que nos alejamos de él.
Cuando a mi familia y a mí nos llamaron a decirnos que mi tío iba a morir por cuenta de este virus, que no había nada que hacer, y que era momento de despedirnos, sentí una angustia inexplicable. Desde la muerte de mi abuelo hace cinco años no sentía algo así. Sentí como si de repente el mundo se me estuviese viniendo abajo, pues para mí ese tío siempre había sido como mi otro papá, y solo pensar en que lo iba a perder me hizo ver todo negro.
Y de repente oré. Oré como nunca y sucedió el milagro. Pero el milagro del que hablo no fue el de salvarle la vida, eso vino después. El milagro fue sentir paz en medio de la tormenta, entregarme a Él sin miedo, y confiar en Jesús. Pasó lo que por años busqué sin respuesta, lo escuché y le entendí.
Ojalá a todos les pasara lo mismo. Ojalá todos dejáramos de creer que la plata es dios, que la fama es dios, que salirse con la suya es dios, porque si todos actuáramos sabiendo que hay un Dios que todo lo ve y al que le rendiremos cuenta el mundo fuese diferente.
Porque nada tenemos si no lo tenemos a Él.