Iniciaré esta columna contándoles dos experiencias. La primera ocurre en las hermosas playas de Pozos Colorados, los domingos cuando hay puente: una horda (conjunto de personas que actúan sin disciplina y con violencia) llega en cientos de buses e invaden las playas destruyéndolo todo a su paso. Al final de la tarde, no solo la arena sino también sus aguas se asemejan a un vertedero de basura: restos de comida, plásticos, materias fecales, latas, etc. Eso muestra un desprecio mayúsculo hacia el mar, donde está el origen de toda la vida.

La segunda experiencia la viví visitando el nuevo muelle de Puerto Colombia. Era un día de semana, el lugar estaba lleno especialmente de jóvenes, mujeres y niños. La gente se veía feliz no solo por contemplar el mar, sino también por la recuperación de esta estructura tan llena de historias. En una conferencia sobre el origen de la inmigración italiana que le escuché al cónsul de Italia, este relataba que el muelle era tan imponente en esa época que, cuando los barcos atracaban en él, algunos italianos que iban a Norteamérica se bajaban porque creían que habían llegado a Nueva York. Y ya no pudieron volver a embarcarse.

En estos días leí una entrevista a Catalina Velasco sobre su libro Vida sumergida donde nos explica que todo lo que somos y tenemos se lo debemos al océano, que es uno solo: una gran masa continua de agua salada a la que se le asignan distintos nombres por motivos geográficos, científicos o históricos. 

A pesar de que el 40% de la población mundial vive a menos de 100 km del océano, los humanos somos terrestres, tenemos la característica de vivir erguidos en dos pies, caminando por la tierra. No podemos andar sobre el mar, ni podemos respirar bajo el agua, ni ver el mundo submarino del que, según la autora, se reconocen ya 155 mil especies, si bien estima que nos falta por conocer el 90%.

El océano también tiene un gran valor económico: aporta 1.5 mil millones de dólares anuales a la economía mundial. 60 millones de personas viven de la actividad pesquera, y es una gran despensa: casi el 20% de las proteínas que consumimos salen del océano; y en poblaciones con mucha pobreza, como Tasajera y Puebloviejo, el pescado, muchas veces, es la única fuente de alimentación.

Colombia es un país privilegiado, bañado por el océano en el Atlántico y en el Pacífico; por eso, parafraseando a algunos autores, Colombia no es verde, es color turquesa; porque no solo debe contar el verde de la tierra sino también el azul de sus océanos.

Esa horda de gente, que con su actitud salvaje destruye el océano, está cometiendo un crimen ambiental, al igual que los que realizan la sobrepesca, el tráfico marino y los cultivos de salmón. Como dice la citada autora, “no hay que temerle a un océano con tiburones, sino a uno sin ellos”.

Cierro esta columna con el comentario de una académica portuguesa, doctora en economía y relaciones internacionales, que estuvo dos años en la universidad donde trabajo. Ella no podía entender por qué tanto interés por el puerto fluvial de Barranquilla. Para ella el progreso y la integración de la ciudad se darían mirando más al mar que al río. No verlo así, según ella, es ceguera.