El dólar superó la barrera de los 4 mil pesos, un hecho que beneficia a algunos y perjudica a muchos más. Esta subida en el precio de la divisa que se usa como referencia en el mundo evidencia el misterioso comportamiento de los que los economistas llaman, no sin ambigüedad, “el mercado”, un término que engloba el sistema económico mundial, sus engranajes, sus reglas, sus devenires, que en gran parte se rigen por emociones: el optimismo, la prudencia o el miedo.

Ahora mismo, nos enfrentamos a dos pandemias, una natural y otra artificial. Por un lado, está el coronavirus, del cual ya se ha dicho casi todo, una gripa potencialmente mortal que se expande con rapidez afectando sectores de la economía acostumbrados a generar millones de dólares cada día. Y, por otra parte, la guerra de precios del petróleo entre Arabia Saudita y Rusia, que pone alerta a países enteros -productores y consumidores- cuya supervivencia depende de la compra o venta de combustibles fósiles.

En cuanto al virus, lo que nos resta es seguir las recomendaciones de las autoridades sanitarias, no contribuir con el pánico, y esperar. Eso, siempre y cuando el Gobierno actúe con sensatez -lo cual parece una apuesta a ciegas- y el sistema de salud reaccione bien con lo poco que tiene preparado para una circunstancia como esta, e improvise bien en lo demás, que es lo que se espera de un servicio público en manos de negociantes.

El segundo factor, el de la guerra de precios entre los árabes y los rusos, implica reflexiones más allá de la coyuntura. Al margen del lugar a donde nos conduzcan los caprichos de Vladimir Putin y el príncipe Mohammed bin Salman, los cuales, según expertos, podrían destruir la economía mundial, habría que tomarse en serio el tema de la dependencia económica del petróleo y sus derivados, que, ni son infinitos, ni tampoco insustituibles.

Hacerles el juego a las grandes corporaciones cuyo negocio es la exploración y la explotación de gas y petróleo es, no solo una torpeza sino una monumental inmoralidad, porque, si bien su uso nos ha traído progreso y bienestar de muchas maneras, el precio que hemos tenido que pagar ha sido alto: cambio climático, guerras, invasiones, depredación del medio ambiente, genocidios.

Para no ir más lejos está el ridículo caso de Colombia, un país que no es petrolero y que depende de la exportación de sus pírricas reservas, cuando siempre ha debido cumplir su destino de ser una potencia mundial de producción de alimentos. Quienes se han empeñado en pervertir la vocación económica natural de este país son los mismos que ahora, de manera desesperada, proponen como solución la probadamente nociva práctica del fracking.

Teniendo en cuenta los dos factores que se disputan el protagonismo en la subida del dólar, está visto que será más fácil para todos, asumiendo que podamos comportarnos con cierta cordura, enfrentar a la pandemia mundial de coronavirus, que quitarnos de encima la nociva dependencia de un recurso natural que no durará para siempre, que ya agotó su contribución al desarrollo de la humanidad, que es posible sustituir hoy mismo por otro tipo de energías, y que, no obstante, nos quieren seguir embutiendo como si fuera la única solución a todos nuestros problemas.

@desdeelfrio