Es más fácil hacer la guerra que hacer la paz. Es una frase que no por trillada pierde su carácter de verdad incontrovertible.
Para matar solo es necesario obedecer a la pulsión fundamental con la que venimos al mundo, a nuestra marca registrada, a la tendencia egoísta que nos define, al placer que intuimos en la aniquilación del otro; para la guerra solo tenemos que ser hombres.
Para dejar de matar hace falta mucho más que eso: renunciar a una parte fundamental de nuestra esencia, reprimir hasta el dolor nuestros deseos de devastar, de invadir, de conquistar, de vencer, de arrasar; para la paz es obligatorio el pensamiento.
Los países jóvenes, como Colombia, nos hemos revolcado en el fango de la violencia, no porque seamos perversos, ni porque seamos indignos de nuestra condición de humanos, sino precisamente porque hemos sido demasiado humanos. Nuestra historia puede ser comparada con la de un niño a quien lo sobrepasa el placer de lo que está prohibido y que sigue cometiendo errores a pesar de que poco a poco va comprendiendo que esas equivocaciones pueden terminar convirtiéndolo en un antisocial, en un proscrito, en un delincuente.
Pero no vamos a quedarnos en la infancia para siempre. Tarde o temprano creceremos y, como ocurre con el niño del símil, en nuestras manos estará convertirnos en una nación decente o en un esperpento inviable. Y, por supuesto, los errores que hemos cometido en estos 200 años de inocencia serán la materia prima de cualquiera de esos dos destinos.
Algunos de los acontecimientos de los últimos tiempos parecen ser muestras de que ya nos estamos cansando de juguetear con los cadáveres como el niño malcriado que pincha una pelota aunque ya no pueda usarla para el fútbol. Es posible que algo en nuestro fondo esté cambiando y que ya estemos listos para el siguiente paso.
Sin embargo, persisten los peligros, los miedos, las incertidumbres. En nuestra conciencia colectiva aún arremeten con fuerza las voluntades de quienes alimentan esa pulsión primaria que nos ha traído tanto sufrimiento.
Habrá que esperar para darnos cuenta si eso de estar un poco más maduros es cierto, porque a lo mejor, como muchos de los niños que se desarrollan tarde, debemos esperar otros dos siglos para poder encargarnos de nosotros mismos sin necesidad de llevarnos por delante a medio mundo.
Es más fácil hacer la guerra que la paz. Aunque lo difícil, en ocasiones, termina imponiéndose por sobre los obstáculos para conducirnos a otra parte, no a un lugar perfecto, pero al menos más sosegado, más reflexivo, más constructivo, menos apegado a la vorágine de la barbarie, esa cosa misteriosa y abominable que nos ha parecido tan cómoda, tan placentera, tan deliciosa.
@desdeelfrio