Voy a contarles una curiosa experiencia lectora, que es a la vez una curiosa experiencia como columnista.

Ustedes conocen la tesis, formulada por escritores, estudiosos literarios y académicos, según la cual cada texto literario contiene implícitos tantos textos como lectores tiene. Esto es, un mismo texto es decodificado, comprendido e interpretado de un modo distinto por cada uno de sus lectores.

Desde luego, ello es cierto, pero nunca en el sentido de que, al leer un libro, cada quien reproduzca una obra por completo diferente de la que reproduce cada uno de sus demás lectores, pues si así fuera, al encontrarse en una tertulia para conversar, por ejemplo, sobre La metamorfosis, de Kafka, no podrían intercambiar y discutir sus puntos de vista personales sobre este relato porque sencillamente se encontrarían con que la historia que cada uno ha leído en dicho relato no tiene nada que ver con la que han leído los otros.

No: la existencia objetiva del texto garantiza que, por muy subjetivos que sean los significados que cada lector le atribuya desde su propio conocimiento del mundo, su contenido sea fundamentalmente el mismo para todos. Más aún, los lectores suelen hallar que el texto que han leído no sólo es el mismo sobre el cual sus contertulios hablan, sino que cierto pasaje en particular de aquél los ha impresionado o conmovido a todos por igual. Lo segundo fue exactamente lo que me sucedió la semana pasada y constituye la experiencia que anuncié que iba a contarles.

En vista de que empecé a releer La metamorfosis, de Kafka, quise esta vez documentarme a fondo sobre la génesis, la primera publicación, las reediciones, las traducciones al español y la recepción crítica de esta nouvelle, así como en general sobre el escritor praguense (he leído lo mejor de su obra, pero escasa bibliografía sobre ésta y sobre la vida de él). En los océanos de información kafkiana que hay en Internet, recogí casi 66 megabytes de valiosísimos datos sobre el tema.

Uno de los documentos que descubrí y que leí por primera vez fue el breve texto autobiográfico Mi vida con Franz Kafka, de Dora Diamant, la última amante de este monstruoso y admirable autor, con quien ella convivió en Berlín por más de seis meses antes que la tuberculosis lo aniquilara en 1924. Entre los varios hechos singulares que se cuentan allí de él, me impresionó el episodio ocurrido entre el escritor y la niña que lloraba en el parque de Steglitz por la pérdida de su muñeca, episodio que incluye la historia del cuento epistolar que Kafka escribió a lo largo de tres semanas y que iba leyéndole “por entregas” a la chiquilla para consolarla.

Pues bien: decidí dedicarle mi próxima columna (ésta que usted está leyendo ahora) a ese maravilloso episodio y, en un rapto de inspiración inmediata (¡ja, ja, ja!, ahora me río de mí mismo), lo primero que escribí fue el título: “Kafka, la niña y la muñeca”. Después pergeñé un bosquejo del contenido de la columna. Después, como creo que ya hacen todos los escritores, quise averiguar en Internet qué tan original era el tema de mi columna. Puse en la barra de búsqueda de Google el título que le había dado a ésta… ¡y ahí fue Troya!

Como lo saben bien los lectores instruidos, que también deben estar riéndose de mí, son muchas las páginas que se han escrito sobre este episodio protagonizado por Kafka y contado por Dora Diamant: el catalán Jordi Sierra i Fabra lo convirtió en un libro de ficción infantil (Kafka y la muñeca viajera), Paul Auster lo recreó en una novela y en México se adaptó al teatro con el título de Franz Kafka y la niña de la muñeca perdida. Pero si eso no bastara, agregaré que por lo menos dos veces el episodio fue comentado en la prensa cultural justamente con el título de… ¡“Kafka, la niña y la muñeca”!

De modo que sí, el lector construye la significación del texto, o lo dota de una significación propia, pero el caso que acabo de exponer, en el cual, al enfrentarse a un mismo texto, Mi vida con Franz Kafka, cientos de lectores de culturas dispares coinciden en seleccionar intelectual y emotivamente un mismo pasaje de él, demuestra la importancia tanto de los elementos objetivos y universales del texto como de los rasgos comunes de las subjetividades que ejecutan la comprensión lectora.