Las autoridades de salud informan con frialdad de sonámbulos, que cada día se registran 6 suicidios en Colombia. La misma lejanía se les siente cuando con precisión de computadora dicen ( y aquí la voz se les vuelve monocorde, como si fuera una letanía) que la pobreza, la inequidad, la violencia en casa, el maltrato, la soledad, el desempleo, la drogadicción, el desarraigo, son las causas que empujan al suicidio. Muestran los gráficos y destacan en las barras de colores que este año en Bogotá optaron por el suicidio 66 muchachos de entre los 18 y los 28 años y 91 adultos entre los 29 y los 59 años. Son los dos grupos más vulnerables. Les siguen los 19 adolescentes entre los 12 y los 17 años.

Tenía 22 años el universitario que la otra semana se arrojó al vacío desde uno de los últimos pisos de un edificio de su universidad.

Miro la lista de las causas de suicidio que el impersonal científico social me ha recitado como si rezara un rosario, y no aparecen las causas de este suicidio. Era pobre, pero no tanto, no había violencia en su casa, contaba con su beca de estudiante Pilo, de costumbres sanas, no conocía la droga, pero desde el primer día de universidad su condición de campesino, su porte, su acento, su mirada cándida, se le convirtieron en estigma; todo y todos lo hacían sentir como un extraño, o mejor, como un intruso. Burlas, intentos de matoneo, aislamiento, humillaciones, rechazos que él y otros Pilos sentían alrededor, hasta que esa exclusión comenzó a ser un dolor insoportable que lo familiarizó con la idea del suicidio que compartió con un extraño grupo de cómplices que parecían preparar una fuga colectiva.

Ante el cadáver del joven suicida y con aire doctoral, sus compañeros dictaminaron: el dinero que se gasta en los Pilos debería ir a la universidad pública para que, casos como este, no se repitan. Una solución que legitimaría la práctica de la discriminación en las universidades privadas y mantendría en ese club de privilegiados, el analfabetismo moral que aísla y mata a los que son distintos. En efecto, en la universidad privada no se aprende la inclusión.
En Colombia el espectáculo diario y múltiple de las víctimas debería enseñar el potencial asesino de las exclusiones. El suicidio de este Pilo indica que el de la inclusión es un aprendizaje por hacer.

A estas horas este suicidio en la universidad es un episodio cancelado y olvidado. Ni estudiantes, ni profesores han entendido que entre todos mataron al Pilo suicida, porque esa muerte es responsabilidad de todos.

Que ¿por qué? Porque la indiferencia frente al otro (“yo no soy guarda de mi hermano”) porque no es de mi categoría, es una forma de matar.

Porque la indiferencia tiene un potencial asesino que, sin embargo se podría transformar en un espíritu de acogida y de inclusión, que habría estimulado la pasión por la vida al universitario suicida.

Pero la acogida y la inclusión son palabras extrañas en el pensum universitario, diseñado para hacer exitosos profesionales pero no buenos seres humanos.

Jrestrep1@gmail.com
@JaDaRestrepo