Es usual que cada cierto tiempo se elaboren listas de los avances en salud pública más importantes de la humanidad en los tiempos modernos.

Dependiendo de la fuente que liste los logros se mencionan, con diferentes grados de importancia, las vacunas, la planificación familiar, la salud ocupacional o la concientización de los daños que produce el tabaquismo, entre otros. Las citadas listas coinciden en que la mejoría en la salud infantil y materna han cambiado de manera ostensible la calidad de vida de los seres humanos y de alguna manera contribuirán para la supervivencia de la especie en los próximos siglos.

Una forma objetiva de medir la salud infantil con fines de comparación entre períodos de tiempo y entre regiones o países se logra con la tasa de mortalidad infantil (TMI: Número de defunciones de niños menores de un año por cada 1.000 nacidos vivos en un determinado año).

La concepción integradora de la génesis del fenómeno salud–enfermedad incluye determinantes sociales como explicación para los avances conseguidos en cosas tan concretas como la mortalidad infantil. En América Latina, de una manera no tan equitativa como se deseó, se consiguió durante el último siglo mejorar dramáticamente las condiciones de vivienda, el desarrollo vial, el acceso y calidad de los servicios de salud a casi toda su población. Estos avances sociales ayudaron, a que de manera general y aproximada para los países de la región, la tasa de mortalidad infantil promedio disminuyera de 150 en 1920 a 20 en el año 2017.

Para lograr disminuir de manera sostenida esta tasa los países han tenido que realizar grandes inversiones en infraestructura, formación de talento humano y generación de capacidades en las comunidades y en sus gobiernos. Cada punto logrado en la disminución de ella habla de avances en los niveles de bienestar de la población.

Desafortunadamente, esta historia feliz de éxitos como continente ha llegado a su final con el desastre social, económico y político que vive Venezuela. Las últimas cifras publicadas para ese país en 2016 muestran que la mortalidad infantil, después de 70 años de disminución sostenida, subió a cifras iguales a las reportadas en 1990. Algunos investigadores incluso advierten que el retroceso puede ser peor, pues en tiempos de crisis tan profundas, como la que ellos viven, las muertes fuera de los hospitales crecen y rompen todo patrón histórico de registro.

A pesar de esta dura realidad, expresada aquí en términos de salud pública, el gobierno venezolano sigue sin reconocer la emergencia en salud que su pueblo vive y más triste aún, se sigue rehusando a recibir la ayuda humanitaria que el mundo le ofrece.