Puerto Rico y San Vicente del Caguán, en el norte del Caquetá, son el hogar de miles de personas marcadas por la guerra. Gente buena y trabajadora que ha tenido que “aprender a convivir” con la ilegalidad que los ha rondado durante décadas.

A muchos los conocí bastante bien porque no sólo fui su vecina, sino también su amiga durante las largas temporadas que viví entre ellos cuando el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) adelantaba negociaciones de paz en San Vicente del Caguán, uno de los cinco municipios desmilitarizados que conformaban la Zona de Despeje.

Aún recuerdo las historias de familias muy humildes con niños pequeños cuyo gran temor era que la guerrilla les arrebatara a sus hijos.

Aunque muchos colombianos puedan suponerlo, estas personas no nacen siendo guerrilleros y tampoco quieren serlo después; son colombianos que como usted o como yo sueñan con un país en paz. Pero a diferencia de nosotros, ellos sí han vivido la guerra en carne propia y no a través de noticieros de televisión.

Estos compatriotas han sido y siguen siendo víctimas de extorsiones, secuestros, reclutamiento forzado, atentados, asesinatos y otros hechos de violencia. Luego del Acuerdo de Paz, el asunto no varió porque los desertores de las Farc sólo se “reacomodaron” en la zona dando continuidad al teatro de guerra.

Esa guerra fue la que tocó la puerta de la casa de la niña de 12 años, Ángela Gaitán, en la vereda Villa Hermosa Alta, de Puerto Rico, el pasado 12 de junio para llevársela de los brazos de su madre y hermanos. Ángela, como los cerca de 20 mil menores de edad víctimas de reclutamiento forzado en el país, no tuvo opción.

Nadie apareció para salvarla de su infame destino de abuso sexual, maltratos y todo tipo de vejámenes. Sabía que huir o resistirse era igual a una sentencia de muerte. Ángela se entregó a su desventura y hoy está muerta.

¡Cuánta desesperanza albergan los corazones de los menores de nuestro campo devastado por la violencia! Nacer en medio de la pobreza y la exclusión, padecer una vida de carencias para finalmente ser absorbidos por la monstruosidad de esta maldita guerra que borra su corta historia tras un bombazo de apenas segundos.

Este no es el relato de un bombardeo, ni el de la renuncia de un ministro, ni mucho menos el de la responsabilidad de un presidente. Esta es la historia de Ángela y de los miles de menores que como ella son víctimas de un crimen de guerra, de una práctica atroz que atenta contra la dignidad humana y es una flagrante violación del Derecho Internacional Humanitario.

El reclutamiento de menores es una de las formas de explotación más detestable y cruel que puede existir. No sólo es de sentido común, sino que está contemplado en nuestro ordenamiento jurídico y en las normas internacionales: todos debemos garantizar la protección de los derechos de los niños que son prevalentes a los de los demás.

¡No queremos más Ángelas! Que la mezquindad política, que hace carrera en el país, no nos nuble la razón y menos el corazón.