Mientras el país aún celebraba la elección de Mercedes Tunubala como la primera mujer Misak en ganar la Alcaldía de Silvia, nororiente del Cauca, muy cerca de allí, cinco miembros de la comunidad Nasa, entre ellos Cristina Bautista Taquinás, gobernadora indígena del resguardo Tacueyó, municipio de Toribío, eran masacrados por las disidencias de las Farc, según testigos y autoridades.
La gobernadora Bautista lideraba la resistencia de su pueblo contra las organizaciones criminales que hostigan sus resguardos. “A los grupos armados, esta es nuestra casa. Y como autoridades desde el núcleo familiar, no son bienvenidos. Tenemos un lema y es: tocan a uno, tocan a todos”, decía.
Esta masacre confirma la extrema vulnerabilidad de esta comunidad que, con su Guardia Indígena, bastones de mando y la fuerza de la palabra, intenta ponerle freno a las economías ilegales que se extienden por sus territorios ancestrales.
Apenas 72 horas después de estos crímenes, otras 5 personas fueron asesinadas en esa misma zona, en Corinto y Caloto, donde la ausencia del Estado fortalece el accionar de estas estructuras criminales: este año ya van 52 muertos, según la ONU.
En el norte del Cauca, escenario de una disputa histórica por la tenencia de la tierra, confluyen varias formas de conflicto social y armado luego de la salida de las Farc y del reacomodamiento de sus disidencias y otras facciones armadas como los Pelusos, las Autofensas Gaitanistas y el Cartel de Sinaloa. Líderes de procesos comunitarios, de defensa de derechos territoriales, étnicos, de sustitución de cultivos ilegales, entre otros, son amenazados y asesinados en una clara estrategia para dinamitar su lucha en defensa de la vida, la tierra y su autonomía.
Lamentablemente las denuncias sobre la responsabilidad de estos hechos victimizantes recae tanto en grupos ilegales como en la Fuerza Pública, lo que ha generado una ruptura en las relaciones entre estas comunidades indígenas, campesinas y afrodescendientes y quienes deberían garantizar su seguridad. Sus enfrentamientos y ataques han dejado muertos y heridos de ambos lados. Además, el reiterado incumplimiento del Estado a los acuerdos alcanzados a lo largo de décadas con los habitantes de esta región, los ha llevado a perder la confianza en la institucionalidad.
Esto tiene que cambiar. Mientras el Gobierno envía 2.500 uniformados a la zona, los indígenas piden acciones sociales. Válidas ambas medidas, pero se requiere una respuesta integral que contemple protección, prevención y combate a la impunidad que rodea estas muertes. Hay que construir confianza para entender que existe un enemigo común a enfrentar: la ilegalidad.
Por qué no empezar con un escenario simbólico de diálogo como la “Carpa Blanca”, una propuesta de la Defensoría del Pueblo para articular en un solo espacio acciones del Estado, autoridades locales y comunidades procurando la solución consensuada de los problemas. Una forma de generar vínculos en defensa de la vida que no tiene valor en muchas partes de Colombia.