En el seno de la sociedad colombiana siempre han existido separaciones infranqueables entre las clases sociales. Hoy, estas cortinas de hierro son más sutiles que antes, pero ahí siguen coleando.

Hace pocas décadas, ascender en la escala social era misión imposible y mantenerse arriba era espinoso. Lo esencial para ser de clase alta era nacer bien, casarse bien y, sobre todo, nacer con piel pálida de manera que quedará marcada la separación con el resto de la población. Paralelamente a esto, era importante manifestar etiqueta heredada con toques de sangre dizque azul e implementar a diario los códigos morales predeterminados (la religión católica, el machismo, la etiqueta, etc.). También era necesario manejar por lo mínimo una cultura de occidente suficiente como para poder reconocer los matices culturales entre las diferentes naciones europeas. La ilustración perfecta de esto es que muchos se presentaban con sus dos apellidos para instaurar claramente su proveniencia. En contradicción a lo que sucede hoy, el dinero antes no tenía tanta importancia. Esto lo pudieron comprobar judíos y árabes que migraron mayoritariamente hacia Colombia durante el principio siglo XX y que, por mucho que se enriquecieran, no eran aceptados en los círculos exclusivos de la “gente de bien” (siendo esta la parte superior de la pirámide social, dando irónicamente a suponer que el resto es “gente mala”).

Hoy, y desde ya varias décadas, algunos de estos códigos de rangos sociales han caído en desuso cuando esta querida patria inició por fin a deshacerse de sus jerarquías colonialistas y destapó su verdadero rostro: el de la cultura del narcotráfico, el de la plata fácil, el del materialismo y de las apariencias bancarias más que de las culturales. Desde ese momento, la “gente de bien” es la que tiene dinero, independientemente de la fingida cultura y de cómo la obtuvo. A través del poder económico surgieron estas nuevas estratificaciones de personas; muchas adineradas por haber colindado con las actividades ilegales que ofrecía el mercado nacional y por la tolerancia de un Estado débil y mediocre que no supo incorporar en su población unos objetivos de vida distintos al de multiplicar el dinero.

En general, los colombianos somos expertos en detectar las proveniencias sociales y nos encanta recordarlas cada tanto: por el aspecto físico, los manierismos y, especialmente, a partir del acento. En otros países, los acentos suelen variar según las regiones, aquí en nuestra tierra también cambian según el estrato social. Los extranjeros rara vez se dan cuenta de cómo funciona este chocante sistema de clases, este clasicismo en su estado puro, porque el trato para ellos es amable y familiar y no son tomados en cuenta a la hora del procesamiento de estratificación cultural.

No sabemos qué modelo es peor, si el anterior o el actual, pero sí se destaca que ninguno de los dos funciona porque socavan la igualdad de oportunidades.

@QuinteroOlmos