La primera imagen que me vino a la cabeza cuando supe que un agente del ESMAD había herido a un joven el sábado pasado fue la de Omaira Sánchez, aquella niña morena, de cabello corto y ojos cafés atascada entre los escombros tras la tragedia de Armero, que durante dos días se aferró a un palo delgado-se aferró a la vida por lo más delgado que encontró- mientras Colombia entera sufría viéndola morir. “Voy a perder el año porque ayer y hoy falté a la escuela”, dijo varias veces.

Eso era lo único que le preocupaba mientras agonizaba: su educación. Algo similar ocurrió con Dilan Cruz. Protestaba sin capucha, con la cara en alto y a la luz del sol y fue asesinado canallamente por lo que representa el paro: la lucha por oportunidades en un país excluyente. Por supuesto, y está de más decirlo, no se trata de justificar la violencia o el vandalaje de unos pocos, pero todos los videos de ese día muestran a un muchacho indefenso que huía de las balas. Nada confuso ocurrió esa tarde, como pretenden ahora hacer creer algunos. Todo quedó grabado en docenas de cámaras.

Marché el 21N en Bogotá entre la calle 72 y la avenida 19. Aquello era un Nilo humano de gente pacífica que cantaba y bailaba. Sólo vi a una decena de policías -no del ESMAD- frente al Parque Nacional. Tres horas después apareció el ESMAD en la Plaza de Bolívar y, casi al mismo tiempo que estos agentes, llegaron los vándalos, tal cual sucedió la noche del 22N.

Dilan no es la primera víctima fatal del ESMAD en Bogotá. Y ahí están los nombres de Oscar Salas, Johny Silva, Giovani Blanco, Edison Franco, Yoel Jácome, Hermides Téllez, Diomar Quintero, Nicolás Valencia, Celestino Rivera, César Hurtado, Jaime Acosta, Nicolás Neira y siete más para un total de diecinueve.

En todas estas ocasiones, al igual que sucedió con los dieciocho menores bombardeados por el ejército, con Rosa Elvira Cely y con muchos más casos, sorprende el grado de indolencia de una parte del pueblo colombiano, muchos de ellos justamente los más privilegiados, los que han tenido oportunidad de viajar, vivir en otros países y educarse en otros idiomas -que no es ni de lejos la educación básica que pedían Omaira y Dilan-, pero que han perdido por completo el corazón y se han resguardado tras una caparazón tan fuerte como la del ESMAD.

Lo peor es que esta degradación humana y ética ya no escandaliza. De hecho, la indolencia es tan profunda que ha pasado a ser “bien vista” por “la gente de bien”, quienes justifican el asesinato de hijos ajenos sin una pizca de empatía, solidaridad y compasión mientras rezan, hacen retiros en Emaus y van a misa todos los domingos. Gente que no representa a nadie, pero tiene pase asegurado.

Como dijo Unton Sinclair, “Qué difícil resulta que un hombre comprenda algo cuando su sueldo depende de que no lo comprenda”, a lo que habría que añadirle: “de que no lo conmueva”. Si no los afecta el dolor de otra familia, ¿qué los va a conmover lo que sucede en el país, la realidad social?No hay duda: la indolencia es mil veces peor que el odio.

@sanchezbaute