Durante estas últimas décadas el crecimiento y la solidez económica de Chile han sido el ejemplo a seguir del resto de países de América Latina. Todos los números y análisis de desigualdad indicaban que el país del sur se había desmarcado, y muy de lejos, del resto del continente. A esto ayudó también, de alguna manera, la crisis económica del otro lado de la frontera, una crisis que, en veinte años, Argentina no ha logrado superar.

Por esto quizá no exagero al afirmar que todo el mundo se sorprendió cuando se viralizó la noticia de los chilenos destruyendo el metro de Santiago. ¿De veras lo quemaban porque el gobierno subió treinta pesos (el equivalente a algo más de cien pesos colombianos) el precio de su pasaje?

Por igual sorprendieron las imágenes de los militares en las calles persiguiendo a los marchantes para golpearlos o arrestarlos, despertando de inmediato el fantasma de la dictadura, algo a lo que también colaboraron el decreto de toque de queda y la frase “Estamos en guerra” del presidente Piñera.

Juntando ambas noticias ya era claro que había un problema de fondo que iba más allá del alza del tiquete, aunque muchos seguían aquí convencidos de que todo era un asunto superficial. Había la idea, más o menos, al igual que aquí, de que “comandos del castrochavismo habían penetrado la marcha para desestabilizar al gobierno y apoderarse del país”.

A esas alturas ya era claro que quienes creían, o querían aferrase a esa creencia, de que lo que sucede en Chile se debía tan sólo al alza del metro son los mismos que todavía siguen convencidos de que nuestro grito de independencia se dio porque a alguien se le rompió un florero.

Aún hay quienes siguen desentonados con la realidad nacional negándose los hechos e insistiendo en aferrarse a que aquí no está pasando nada. Y al decir aquí no hablo sólo de Chile. Algo similar sucedió hace poco en Ecuador o incluso también en Colombia cuando los estudiantes salieron furiosos a la calle en contra de la corrupción, la otra gran causa de un problema que cruza a Latinoamérica de sur a norte.

La desigualdad es un problema económico, social y político. Y es proporcional a las escandalosas cifras de la corrupción. Para ocultarla, los gobiernos de todos estos países acuden a la cortina de humo del complot castrochavista. Tanto Lenin como Piñera recularon pronto, uno derogando el decreto del alza de combustible y el otro pidiendo perdón al pueblo chileno, aunque este último, al tiempo que se disculpaba conservaba a los militares golpeando con sus bolillos a todo en que anduviera por la calle.

Es posible que Cuba y Venezuela se estén beneficiando políticamente de estas marchas, pero eso no quita el trasfondo de ellas, que no son más que problemas enquistados desde décadas atrás a los que los gobiernos de turno miran con indiferencia porque gobiernan para las élites. ¿Ayudarán estas marchas en Latinoamérica a consolidar la democracia o servirán como excusa para nuevas dictaduras? Hay que estar muy pendientes de que no suceda esto último.

@sanchezbaute