Escribir del fin del mundo es algo que vende mucho. Ya sea por el cambio climático que va a provocar el Apocalipsis, ya por el capitalismo salvaje que es inevitable que cause el Armagedón, ya por cualquier otra cosa que se le ocurra al fatalista de turno, profetizar el final de los tiempos, la venida de los cuatro jinetes y la lluvia de fuego es un producto que tiene un éxito terrible. Se diría que la gente disfruta siendo aterrorizada y escuchando a gurús de todo tipo explicándoles que todo está peor de cómo estaba antes, que vamos directos al desastre y que la única manera de salvarnos es aplicando las tres o cuatro recetas que dichos gurús han ideado merced a su contacto personal con la verdad absoluta. Ahora que terminamos una década y empezamos otra este tipo de reflexiones es muy recurrente y no hay opinador que se precie que no nos advierta de que todo está mal y que es increible que todos menos él y sus sabios lectores no se den cuenta.

De Colombia no hablemos. Uno abre periódicos, revistas, páginas web o asiste a congresos y multitud de expertos con títulos en universidades que se pronuncian en inglés y que salpican su discurso de raras palabras en el mismo idioma nos hacen saber que en este país todo está mal, que nunca ha estado peor y que, o hacemos esto y lo otro inmediatamente, o el acabose será inminente. Por supuesto, el esto y lo otro suelen ser consejos generalistas tipo luchar contra la desigualdad, invertir en educación, frenar el calentamiento global y empoderar a las mujeres. Algo así, como si nuestro contador nos cobrara cien dólares la hora por decirnos que la mejor manera de no arruinarnos es gastar menos. Podría empezar por no pagarte a ti, cabría responderle.

Lo cierto es que, más allá del hecho objetivo de que estamos lejos de vivir en un mundo perfecto y que los retos a los que nos enfrentamos son multitud, la realidad contrastable con datos de cualquier institución pública o privada, y no con opiniones y visiones subjetivas, es que el mundo del presente es mejor que cualquier mundo del pasado y, más que probablemente, la tendencia se mantendrá en los próximos años. Lo mismo cabe decir de Colombia, donde la reducción de la pobreza extrema, el crecimiento de la clase media (que desde Aristóteles se nos dice que es la clave de todo) y el afianzamiento de las instituciones son hechos difíciles de negar, más allá de que aun queden montones de cosas por mejorar y que la corrupción, el mal gobierno, o la pobreza sigan siendo flagelos presentes en la vida diaria del país.

Así que la próxima vez que oigan a un profeta del fin de los tiempos, fácil de identificar por su tendencia a apelar a sentimientos más que a razones, ofrecerles su poción mágica para resolver de un plumazo todos los problemas del mundo, háganme un favor y recuérdenle de mi parte las dos opciones que a día de hoy sí que han probado ser capaces de mejorar nuestras vidas: democracia liberal y libre mercado.