Es curioso, pero la muerte reciente del Papa Francisco me hizo recordar dos obras literarias. La primera, el volumen de cuentos La noche de la Trapa (1965), del escritor cartagenero Germán Espinosa. Este es en realidad su segundo libro, antes había publicado el poemario Letanías del crepúsculo (1954), una obra de infancia cuyo recuerdo conseguía ruborizar al maestro. Un pecado de vanidad —diría después—, escrito a una edad en la que al escritor no lo asiste aún “el rigor literario, y mucho menos, la noción de escuelas, contemporaneidad, ni siquiera buen gusto”. El primer libro de cuentos de Germán Espinosa, en cambio, contiene trece relatos en los que se vislumbran ya las cualidades de narrador que habrán de convertirlo en uno de los referentes de la literatura colombiana contemporánea y en uno de los escritores más destacados de lo que podría llamarse la narrativa latinoamericana del post boom.
Fenestella confessionis, forma parte de ese primer libro de cuentos. Desde el título, el relato se conecta con la tradición católica al aludir a la ventana giratoria de ciertos altares ubicados justo encima de la tumba de los mártires para que, a través de ella, los feligreses pudieran apreciar el contenido del sepulcro. El cuento narra la historia del hermano Néstor, joven seminarista hijo de padre brahmanista y madre católica, que se estrangula en su propia celda valiéndose de un rosario.
El relato sugiere que la temprana y terrible disputa de los padres por ganarse el favor religioso del muchacho lo traumatiza de tal modo que lo lleva al a la locura y por último a la muerte. En el título del cuento subyace un evidente sentido metafórico: el texto como abertura a través de la cual el lector vislumbra los motivos de un suicida, de un individuo martirizado, asfixiado por el rosario de sus culpas.
La segunda, El brujo postergado, reescritura de Borges de un relato medieval. Aquí va su final:
Fueron para Roma los tres, donde los recibieron con honores y misas y procesiones. A los cuatro años murió el Papa y nuestro cardenal fue elegido para el papado por todos los demás. Cuando don Illán supo esto, besó los pies de Su Santidad, le recordó la antigua promesa y le pidió el cardenalato para su hijo. El Papa lo amenazó con la cárcel, diciéndole que bien sabía él que no era más que un brujo y que en Toledo había sido profesor de artes mágicas. El miserable don Illán dijo que iba a volver a España y le pidió algo para comer durante el camino. El Papa no accedió. Entonces don Illán (cuyo rostro se había remozado de un modo extraño), dijo con una voz sin temblor:
–Pues tendré que comerme las perdices que para esta noche encargué.
La sirvienta se presentó y don Illán le dijo que las asara. A estas palabras, el Papa se halló en la celda subterránea en Toledo, solamente deán de Santiago y tan avergonzado de su ingratitud que no atinaba a disculparse. Don Illán dijo que bastaba con esa prueba, le negó su parte de las perdices y lo acompañó hasta la calle, donde le deseó feliz viaje y lo despidió con gran cortesía.
Nunca se sabe lo que uno ha de recordar.