La primera vez que leí la palabra gratitud fue a mis diez años. Cuando, en 1997, ojeaba el primer libro que le pedí a mi papá mientras paseábamos por los pasillos encantados de la Librería Nacional aún ubicada en la 53 con 75 en mi natal Barranquilla. En busca de la paz interior, de John Carmody —un sacerdote jesuita que explora la espiritualidad en contraste con el inevitable sufrimiento que representa lo cotidiano—, es el título de ese texto a través del cual conocí el valor de la gratitud como la base de esa paz que emana, cual bendición, de las profundidades del corazón humano.

Sería fácil vivir agradecidos con lo que tenemos, si todo lo bueno que nos pasa fuera suficiente como para sentir que es más lo que ganamos que lo que perdemos a diario. Pero la gracia de la vida está, precisamente, en que lo que suele ocurrir es lo contrario. En treintaisiete años de vida, me han pasado muchas cosas como para percibir de forma negativa mi existencia. Aun así, he intentado y he sabido escoger el camino del agradecimiento como un propulsor positivo que siempre termina apalancando el bien sobre el mal.

La ciencia de la gratitud, aunque sencilla, es difícil de entender y, más, de practicar. Quizás porque es más común la tendencia a enfocarse en lo negativo que en todo aquello que en medio de la penumbra pueda significar una emoción placentera, una oportunidad o hasta un milagro. La voluntad de apreciar lo pequeño, lo etéreo, la insignificancia de todo cuanto ocurre es un paso obligado para experimentar felicidad, ese «estado de grata satisfacción espiritual o física» contrapuesto a la desgracia. Un estado o sensación que, sin ser perenne, es memorable.

Sobre la importancia de la gratitud, las Naciones Unidas destacan que las personas agradecidas «son más felices y están más satisfechas con su vida, sus amistades, su familia, su comunidad y su persona». ¿Qué punto de partida puede ser más importante que nuestra persona? De ahí se desprenden la autoestima, la compasión y la empatía, entre tantos otros valores necesarios para la convivencia o la comunión con los demás. Desde una visión científica, «la gratitud puede aumentar los neuroquímicos esenciales», pues una mentalidad optimista libera dopamina, oxitocina y serotonina, sustancias que impactan en el mejor de los sentidos nuestro sistema nervioso.

La gratitud depende no solo de componentes emocionales, sino también cognitivos. Experimentamos el ser agradecidos, luego entonces somos felices. A Epicuro, gracias por esta idea: «No estropees lo que tienes deseando aquello que no tienes; recuerda que lo que hoy tienes alguna vez fue aquello que deseaste».