“Sólo para fumadores”, el estupendo cuento autobiográfico de Julio Ramón Ribeyro, fue publicado en 1987, en una época en que los amantes del cigarrillo vivían todavía su edad dorada, su atractivo y glamuroso mundo Marlboro, si bien ya se les advertía por entonces sobre los peligros de ese hábito. De hecho, en el relato de Ribeyro se cuenta sin ambages que varios personajes mueren de cáncer por causa del tabaco y que el propio narrador tiene que ser hospitalizado varias veces por la misma razón.

No obstante, el contexto social que rodeaba el año en que el cuento de Ribeyro salió al público estaba lejos de ser el que, en la actualidad, sataniza con saña el tabaquismo y hace de los fumadores unos parias a quienes, cuando se les ve cultivar su afición en público, la gente quisiera aplastar contra el piso con la suela de los zapatos como si fueran ellos mismos unos cigarrillos.

El cuento, pues, habrá de ser leído hoy desde una perspectiva diferente. El propio narrador admite al final de su historia que ella puede ser tomada como “una diatriba contra el tabaco”, lo cual, precisa, le da lo mismo que si se asume como “un elogio” de éste. Pero, a no dudarlo, la sociedad actual seleccionará la primera interpretación, atribuyéndole al texto un mensaje de prevención contra los riesgos del tabaquismo, y eso en caso de que no censure la obra por el solo hecho de no constituir un espacio libre de humo.

He ahí el problema de la pretensión –que hoy por hoy ha fortalecido su vigencia– de leer la literatura como una mera forma de comunicación destinada a defender o a atacar determinados valores éticos y sociales, de modo que la juzgamos según esa defensa o ese ataque (presuntos) coincidan o no con nuestra posición en relación con dichos valores.

A Ribeyro, como auténtico artista que era, y que es, le tenía sin cuidado que su relato pudiera significar una denuncia de los males del tabaquismo o una apología de sus placeres (“No soy moralista ni tampoco un desmoralizador”), pues es evidente que su intención es tratar de entender a fondo qué es fumar (esto es, en qué consiste la naturaleza profunda de tal acto); cuál es el origen de su adicción; por qué no puede librarse de ésta; por qué fumar termina vinculado con casi todos los actos de su vida (incluido escribir, por supuesto; incluido hacer el amor, por supuesto, como ya desde 1922 viene ocurriendo en la canción “Fumando espero”), “al punto que ninguno —salvo el dormir— podía cumplirse sin la intervención del cigarrillo”; por qué, en fin, el que su paso y estadía por distintos países le resulten gratificantes o desastrosos llega a estar determinado por su vicio (así lo llama).

Y como el camino que lo lleva a entender toda esta compleja experiencia pasa justamente por escribir un cuento, un relato, el resultado es que nos ofrece lo que todo buen cuento o relato comporta: referirnos una historia que nos atrae, nos asombra, nos emociona y que logra ello por la calidad o bondad de su argumento, así como por el encanto de su estilo y la eficacia de su orden. Y menciono el argumento (que implica peripecias, anécdotas) con plena conciencia, pues no se me escapa que todavía hoy hay que seguir haciendo la “apología del argumento” que ya Borges tuvo que hacer en 1940 –en el prólogo de La invención de Morel, de Bioy Casares– y reiterar en 1956.

En otras palabras: el carácter indagatorio de “Sólo para fumadores” es inseparable del placer estético que nos causa.