Dirán que yo vivo en las nubes, y la verdad es que no les falta razón, porque de vez en cuando les confieso que sí me escapo a alguna, especialmente en los atardeceres rojos de nuestra Barranquilla. Es bonito experimentar, a mí me pasa, la sensación de libertad que da mirar al cielo, es como sentirse vivo en la autonomía que da la independencia. Ese libre albedrío, nuestra mayor categoría, que, solo ante otra igual o superior podemos perder el equilibrio del corazón: el amor.
Ese duende que todos hemos experimentado y cuando nos llegó fue como un amanecer que, aunque lo esperas, siempre te coge desprevenido, según llegue con nubes, con sol o con lluvia. Ese sentimiento que nos aprisiona y ni muertos ya nos deja, porque como decía Quevedo refiriéndose a nuestros restos, más bien nuestras cenizas “serán polvo pero tendrán sentido/ polvo serán más polvo enamorado”. A fin de cuentas las historias de amor fertilizan el mundo.
Que no nos falte en este primer tiempo del año la alegría del amor humano, fraternal, entre todos y la unión para rechazar todas las formas de fundamentalismo, racismo o creencia en la superioridad étnica que hacen que nuestras identidades sean irreconciliables. Debemos abrazar la tolerancia que resulta del respeto entre todos los seres humanos. A pesar del tiempo transcurrido, ya van para siete largos años, todavía recuerdo como ayer, el mundial de fútbol en Sudáfrica con Desmond Tutu y Nelson Mandela: la convivencia a través de la concordia y el perdón, en definitiva, actos de amor para aliviar el mundo.