Vino Richard Dawkins a Colombia a hablar, junto al padre Gerardo Remolina, sobre la existencia de Dios. Muchos consideran el tema zanjado con el argumento de que “es lógicamente imposible demostrar la no existencia de algo, luego es imposible demostrar que Dios no existe”. Pero Dawkins nos recuerda que la carga de la prueba no recae sobre los ateos. Son los creyentes, al fin y al cabo, quienes afirman lo extraordinario: la existencia de una deidad invisible. Les corresponde a ellos, por tanto, convencer al incrédulo, no al revés.
Pero a Dawkins no se le recordará por haber sido el ‘coco’ de los creyentes, sino por su aporte a las ciencias biológicas. Y estas, junto a la computación, serán en el siglo XXI lo que fue la física en el XX: las disciplinas definitorias de la era.
No me refiero –aunque también– a los promisorios avances que conoceremos en la medicina, sino a dos campos relativamente nuevos: la psicología evolucionista y la genética conductual. Ambos estudian las conexiones entre evolución, genética y comportamiento humano. Y sus hallazgos serán una inquietante caja de Pandora de la que surgirán los grandes debates éticos de nuestro tiempo. Pues, al igual que rasgos físicos como la estatura y el color del iris, nuestra personalidad es parcialmente heredada. Y eso nos lleva a preguntas endiabladamente complicadas.
¿Cómo afectará nuestra idea del mérito, por ejemplo, saber que el talento o la laboriosidad que conducen al éxito profesional no necesariamente son producto del esfuerzo de una persona, sino del software que traía preinstalado al nacer? ¿Cómo afectará nuestras nociones de justicia y culpabilidad saber que el delincuente puede haber nacido con una predisposición genética al crimen? ¿Cómo alcanzar la igualdad ‘social’ cuando sabemos que la desigualdad no es únicamente causada por la sociedad?
Las nuevas ciencias del comportamiento causan en muchas personas algo cercano al espanto. Por un lado, la idea –equivocada y desmentida– de que hay razas o castas genéticamente ‘superiores’ condujo, en el pasado reciente, a los peores crímenes de la historia. Por otro lado, a las ciencias sociales no les agrada que les digan que hay patrones de comportamiento que no dependen de ‘estructuras’ como el ‘patriarcado’, la ‘desigualdad’, los ‘estereotipos’, etc. –que son, en principio, modificables–, sino que obedecen a instintos más recónditos y menos perfectibles. Aceptar eso implica aceptar que no todo en la sociedad se arregla a través de políticas públicas bienintencionadas.
Y, claro, el estudio de las claves biológicas de la personalidad traerá la tentación de ‘mejorarla’ por medio de técnicas de manipulación genética, un juego con ramificaciones imprevisibles.
Pero el ritmo de los descubrimientos no se detiene ignorando los que nos resultan problemáticos. La física del siglo XX desarrolló el potencial de la electrónica así como la pesadilla de la nube de hongo. De manera análoga, la revolución genética del siglo XXI producirá una expansión del entendimiento humano acompañada de explosivos desafíos.
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