El martes pasado tuve la oportunidad de presenciar uno de los mejores conciertos que he visto en mi vida y, sencillamente, yo todavía no he podido parar de hablar de eso. Pete Gene Hernández, más conocido como ‘Bruno Mars’, hizo su primera presentación en tierras colombianas y realmente me dejó tan descrestada, que no veo la hora de que vuelva a venir.

En un mundo en el que la mayoría de las celebridades musicales ya no cantan, en el que prevalece el físico sobre la sustancia, en el que los autotunes han logrado que cualquiera pueda ser considerado un ‘artista’, y en el que para que una canción triunfe se necesita que venga con algún remix de reggaetón, es una absoluta bocanada de aire fresco haber sido testigo del inmenso talento de este maestro.

Nació en casa de músicos y se le nota. Canta, baila –¡Dios Santo, cómo baila ese tipo!–, compone, toca guitarra, actúa, pero, sobretodo, se conecta con el público. Pocas veces he visto a una persona llenar un estadio de sonrisas a punta de buena energía. El ‘man’ se notaba que la estaba pasando increíble y que su banda, de paso, se la estaba gozando también. Cantó sin música y fascinó. Bailó sin música y fascinó. Hizo reír a la gente y fascinó. Coqueteó con su fanaticada y fascinó. Bruno Mars, con una bermuda, una camiseta, una gorra y unos resistentes tenis Nike, se paró en ese escenario y nos dio a todos los que estábamos ahí una tremenda muestra de lo que significa nacer con ‘sabrosura’ en cada molécula del cuerpo.

Como todo concierto de este talante, la producción, las luces y los fuegos artificiales fueron estupendos. Sin embargo, se los juro que no los necesitaba. Él, junto a sus majestuosos músicos (que además bailaban con un flow inigualable), podían estar a oscuras y aún así estaría diciendo lo mismo. Dios no le habrá dado a este hawaiano-puertorriqueño mucha estatura, pero créame que lo compensó con creces. Literalmente, le dio metros y metros de razones para que su vida esté siempre llena de premios y aplausos.

A él ‘no lo prefiero en Spotify’, algo que, por lo general me sucede cuando me desilusiono viendo en vivo a mi cantante favorito. Casi siempre me pasa que salgo del espectáculo alabando la escenografía, lo ‘bollo’ que es y lo chévere que la pasé gritando sus canciones, pero con él me pasó lo contrario. No quería que se fuera, que su energía se agotara, que su repertorio se acabara y que su sonrisa se apagara. Me tenía, al igual que a los miles de asistentes que clamábamos su nombre, absolutamente embrutecida con su voz, con sus movimientos y con su infinita bacanería.

Sé que me la he pasado elogiando más que opinando, pero, así que como uno debe hablar de lo que indigna, así mismo hay que utilizar el espacio para hablar de lo que nos maravilla. Y para mí, él fue mucho más de lo que esperaba. Mucho más mágico. Mucho más fantástico. Mucho ‘Mars’ que increíble.

Porque así sí vale la pena gastarse la plata, observando cómo un ser humano puede alcanzar la verdadera grandeza.