Así como en París procedieron a nombrar los Campos Elíseos o en Madrid La Gran Vía, así como en Estambul bautizaron la Avenida de Istiklal, en Honk Kong Causeway Bay, o en Jerusalem La Vía Dolorosa, en la creativa Barranquilla –en este punto efervescente del Caribe donde el prestigio o el desprestigio se perpetúan rápidamente mediante apodos terminantes–, la voluntad popular, una vez acabadas las obras de reconstrucción de la carrera 54 entre la calle 53 y la Vía 40, decretó que esta se llamaría la “Avenida de las butifarras”. Nada más coherente con el espíritu metafórico de los barranquilleros; nada más legítimo que buscar en el patrimonio cultural una manera de aceptar esa hilera de pelotas cenicientas que, de súbito, atornillaron en media calle.

Cuando en el año 2013 la alcaldesa Elsa Noguera anunció que la reconstrucción de la carrera 54 sería posible mediante el programa de Valorización que promovería la competitividad, la movilidad y el progreso de la ciudad, todo era optimismo. “Todas estas obras de infraestructura vial lo que ayudan es a mejorar el tráfico, generan empleo en su etapa de construcción y mejoran el entorno”, dijo entonces. Así fue como en el modo francachela y comilona que tanto nos apasiona y mucho nos extravía, en el corazón del histórico Barrio Abajo, frente a la Casa del Carnaval, la Administración distrital dio inicio a la obra cuya primera fase proyectaba, entre otras cosas, ‘un separador variable’, enigmático concepto que tiempo después se tradujo en la idea de instalar unas esferas de concreto a lo largo de 440 metros, a manera de separador central.

Como era de esperarse, la ciudad pronto pasó de la curiosidad inicial a la murmuración tradicional. Llovieron los aplausos y las críticas, y al cabo de pocos días ya andaba de boca en boca el nombre con que la gente se apropiaba de esa clase de bolardos nunca vistos por estos lares. No tardaron en aparecer voces de alarma en torno a las “butifarras”, calificadas como potenciadores de riesgos en una zona de alto flujo vehicular donde el transeúnte queda expuesto. Pero las autoridades distritales se acogieron a la sugerencia de la comunidad de que “no instalaran un separador que fuera una barrera entre dos barrios tradicionales como Montecristo y Barrio Abajo”, y propusieron lo que sería una plaza longitudinal para los eventos del dios Momo.

Concluida la tarea, la impávida tira de embutidos motivó la intervención de los estudiantes de Bellas Artes y algunos artistas espontáneos; la ciudad establecía una relación con sus nuevos elementos urbanísticos. Hasta el día en que los bolardos comenzaron a rodar pendiente abajo. Butifarras de concreto que como balas van hacia el río, y que podrían ser mortales. De las instaladas, veinticinco ya no existen, y otras tantas, deterioradas, están a punto de liberarse de las varillas que las sujetan y echarse a andar.

¿Y el Distrito acaso reacciona? ¡Qué peligro!

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