*Andrés Cendales
La teoría microeconómica de la democracia supone que cada ciudadano tiene definida unas preferencias sobre el conjunto de programas de gobierno. Es en las elecciones donde se produce y reproduce la representación democrática: un ciudadano vota el partido cuyo programa está más cerca de su ideal, y gana el partido con el programa ideal del votante mediano.
Los ciudadanos castigan el incumplimiento de un gobernante en las próximas elecciones, evitando su reelección, y la de todo candidato promovido por su partido político. El voto castigo, la teoría del voto económico y la teoría del votante mediano, absolutamente todas formuladas en el contexto de la teoría de la elección racional, supone un ciudadano con una cultura política en la cual se rinde culto a la autonomía individual, la capacidad de juicio y el respeto por la libertad negativa, literal, de John Stuart Mill.
Racionalidad económica, instituciones fuertes y partidos políticos altamente institucionalizados son los pilares sobre los cuales descansa la cultura política detrás de la concepción teórica de la democracia para el primer mundo.
En la democracia colombiana la cultura política es otra, y por consiguiente la teoría que la explica. Las normas sociales que aquí regulan el comportamiento electoral no rinden culto a los valores señalados. Los constreñimientos consentidos por el ciudadano promedio al momento de asignar su voto y la grave falta de información que experimenta sobre el funcionamiento del sistema político lo convierte, utilizando la metáfora de la teoría del voto económico, en un peasants (parroquianos), que opera con una racionalidad acotada una vez pondera más el pago por adelantado que le ofrecen en las prácticas clientelares durante las elecciones en el territorio, que el pago ostensiblemente menor que percibe en el largo plazo por cuenta de una política pública pauperizada por la corrupción.
Miopía racional y desinformación en un contexto de crisis de valores define la cultura política del ciudadano promedio en Colombia. Moviliza más un partido de fútbol que la necesidad por revisar la burocracia que elige con base en un criterio de racionalidad la cultura parroquiana. El costo de esta cultura es la inexistencia de cualquier control sobre el desempeño de los gobiernos locales, y con ella, la existencia estable de una crisis de representación democrática que se manifiesta en el alto nivel de desconfianza que el ciudadano promedio experimenta por sus partidos políticos y sus representantes democráticos.
No será una reforma política, ni un nuevo sistema electoral, como tampoco una reforma al sistema de partidos, lo que corregirá el desmedro institucional. Lo será el diseño de incentivos en el nivel local que modifiquen el comportamiento electoral del ciudadano representativo, en la dirección correcta. Una cultura del castigo electoral que pondere los pagos sociales de largo plazo y no los individuales en el corto con prácticas clientelares.
*Profesor del IEEC, Uninorte. Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad exclusiva de los autores y no comprometen la posición de la Universidad ni de EL HERALDO.